lunes, 24 de diciembre de 2007

Video Tiguan

http://www.youtube.com/watch?v=jRrzo_0wATI
¿Podría la ciudad cambiar así de rápido?
The moving City

domingo, 16 de diciembre de 2007

Un ordenador en cada aula

Frente a los que piensan que «lograr» que haya un ordenador en cada aula del país es una especie de conquista de la civilización similar al calendario de vacunación o la alfabetización universal, opino que la presencia de los ordenadores en los colegios e institutos debería retrasarse lo más posible. Si les soy sincero, en mi opinión los ordenadores no deberían usarse en el aula nunca.

¿Por qué?

Primero. Porque los niños no necesitan «aprender» a usar un ordenador. Los niños ya saben usar un ordenador, incluso los que no lo han usado nunca. En realidad, lo único que resulta verdaderamente difícil para usar un ordenador a nivel de usuario es escribir a máquina. Por lo demás, para saber usar un ordenador no hay nada que «aprender». Basta con tener dedos en las manos, no tener Parkinson y poder mover el dedo índice de arriba abajo.

Segundo. Porque los ordenadores no son «instrumentos de aprendizaje», por mucho que a algunos les guste pensar que lo son o que pueden serlo. El verdadero aprendizaje es el que se hace de forma oral y proviene de un maestro en una disciplina, sea la historia, el latín, la fisiología o las leyes, y los principales instrumentos de ayuda para este aprendizaje son los libros, siempre han sido los libros y siempre serán los libros. Los libros y las publicaciones periódicas de prestigio, claro está.

Madurez intelectual. Internet (que es, metonímicamente, de lo que estamos hablando realmente al referirnos a los «ordenadores») es, desde el punto de vista académico, una herramienta que nos facilita las cosas porque nos proporciona inmensas cantidades de información de forma instantánea. Pero esa información sólo es útil para aquellos que han alcanzado una madurez intelectual y poseen una formación previa. En ningún caso puede sustituir a las verdaderas fuentes de información que, insistimos, son los libros y las publicaciones periódicas prestigiosas.

Todos sabemos que uno puede fingir que es un experto en cualquier tema con sólo una hora de googlizar. Pero fingir un conocimiento no es lo mismo que poseerlo.

Tercero. Los ordenadores presentan el conocimiento, de forma fragmentaria y arbitraria, bajo la apariencia de trozos iluminados, frecuentemente acompañados de brillantes imágenes, por los que es posible transitar en cualquier dirección. Esta supuesta «libertad» de Internet es una mera apariencia, pero se presta a todo tipo de discursos estupendos donde se defiende la posibilidad de que cada uno cree su propio itinerario «personalizado» o se cantan las alabanzas del pensamiento «no lineal».

Un cierto orden. Pero todo esto no es más que basura. El conocimiento ha de ser «lineal» en el sentido de que para aprender cualquier cosa es necesario seguir un cierto orden y pasar por unas ciertas etapas, del mismo modo que leer una novela quiere decir leerla desde la primera página hasta la última y tal lectura no puede sustituirse por el chapoteo desordenado por una serie de pasajes «destacados» o «significativos». Nuestra vida es lineal porque sucede en el tiempo. La historia es lineal, porque lo que pasó después depende de lo que pasó antes. Es cierto que la vida de la imaginación, la del inconsciente, la de los sueños, no es lineal, pero a los defensores del arte de ratonear no les interesa la imaginación, ni el inconsciente, ni los sueños, y no están hablando de eso.

Muchas veces sucede que cuando creemos estar más allá de algo estamos, en realidad, más acá. En los años sesenta creíamos que una pastilla era algo más moderno que una manzana y que en el año 2007 ya no comeríamos manzanas, sino pastillas. Ahora estamos en el año 2007 y vemos que si hay algo más moderno que una simple manzana, no es precisamene una pastilla, sino una manzana de cultivo ecológico. Es decir, que lo más moderno resulta ser una manzana más antigua.

En las universidades americanas ya no se pide que se hagan trabajos sobre temas, que pueden fabricarse fácilmente picoteando aquí y allá en Internet, sino trabajos dedicados a un solo libro. De este modo, el profesor se asegura de que los alumnos lean, al menos, un libro. Uno solo, pero leído de verdad.

Sucede, pues, con el conocimiento como con los cultivos, y con los libros como con las manzanas.

Andrés Ibáñez, en ABCD del 15 de diciembre de 2007.


Este artículo y el anterior (en el orden de entradas del blog), casualmente coincidentes en el tiempo, creo que aportan una visión sensata de las cosas: frente a tanto papanatismo "vanguardista", se deben de centrar en su justa medida las cuestiones, y si desde luego las nuevas tecnologías y su aplicación a la educación deben estar presentes en la escuela, no hay que perder de vista que la misión de ésta, y lo podemos extender a la Universidad, es la de dotar de herramientas de pensamiento a los alumnos. Y el ordenador, aún, no piensa. JV.

El libro ilimitado

oy en el metro a media mañana camino de una de mis librerías más queridas de Madrid y aunque llevo abierto el periódico miro de soslayo con un gesto reflejo cada vez que entra en el vagón alguien con un libro en las manos. No siempre es fácil identificar su título, y hay que tener mucho cuidado para que la curiosidad no se confunda con la metijonería. Es como ser un mirón digno que por nada del mundo quiere verse metido en un trance embarazoso. El libro está a veces en una posición casi horizontal, para que reciba mejor la luz del techo, y no es cuestión de adelantar la cabeza y torcer el cuello queriendo mirar la cubierta desde abajo. ¿Cuál será ese libro de bolsillo tan grueso del que no ha apartado los ojos ni siquiera al dar una zancada desde el andén ese lector que acaba de sentarse frente a mí? Lo ha doblado por la mitad, con riesgo de descuadernarlo, lo aprieta como estrujándolo entre las dos manos. Es un joven de veintitantos años con el pelo encrespado de rizos casi africanos, sin afeitar, con una mochila pequeña a la espalda. Da la impresión de que se levantó de la cama con el libro en la mano y que pasó así con él delante del espejo del baño.
Mantengo la vigilancia mientras leo el periódico. El titular de la primera página es el desastre de los índices escolares de lectura en España. Sólo hace unos días la enigmática ministra de Educación aseguró que ella no ve ningún problema en que los chicos usen el teléfono móvil mientras están en clase. La enseñanza pública se deteriora irreparablemente en España gracias a una conspiración de ignorancia tramada desde hace años por la chusma política y la secta pedagógica y las autoridades ya tienen un culpable: el franquismo. Quién si no. Como mi tierra natal está incluso a la cola del desastre leo que la consejera de Educación de la Junta de Andalucía ha descubierto una causa todavía más lejana: nuestro atraso histórico. A ellos, los socialistas que llevan gobernando en Andalucía un cuarto de siglo, que los registren. Pienso en mis maestros, los que me enseñaron contra viento y marea a leer y a escribir y a amar el conocimiento en años de oscurantismo y pobreza; pienso en tantos profesores vocacionales y derrotados que conozco, en las cartas despectivas o perdonavidas o del todo insultantes de pedagogos y expertos, de enchufados de diverso pelaje, que he recibido sin falta cada vez que he escrito sobre las quejas amargas de mis amigos profesores y sobre lo que yo estaba descubriendo con mis propios ojos con sólo hojear los libros de texto de mis hijos y escuchar las historias que me contaban al volver de la escuela.

A los expertos, a los gurús de la jerga psicopedagógica y a los enchufados no les cabía la menor duda: los que alertábamos sobre la degradación de la enseñanza nos habíamos vuelto de derechas y no sabíamos nada, no entendíamos de nada. Ellos sí que entendían: a la vista están los resultados. Cierro el periódico con asco y el hombre joven que leía frente a mí levanta los ojos de su libro. A mi atención de espía le basta un segundo para descubrir el título: es el Viaje al fin de la noche. Ahora parece evidente que el aire de ligero trastorno que tenía ese hombre desde que entró en el vagón procedía de la lectura de Céline. Vamos en el mismo tren de la línea 4 pero su viaje es mucho más hondo y más terrible, un descenso de fiebre por los espantos del mundo. Yo voy por los túneles del metro de Madrid y por el presente inmediato y más bien desolado del periódico: él por las trincheras de la guerra, por la miseria de los suburbios proletarios de París, por el Nueva York futurista de los años veinte, por las tinieblas coloniales del Congo que ya había roturado para la literatura Joseph Conrad.

Ahí lo dejo, sumergido en el libro, continuando su viaje, con su barba de varios días y su mochila de vagabundo celineano. ¿Cuántos lectores como él no llegarán a existir gracias a la gran conjura de los necios y de los comisarios políticos que ha asolado la educación española? Pero no se trata sólo de esa embriaguez, del dulce vicio que le acompaña a uno en la soledad y le hace gratos los minutos de un viaje en el metro: mucho más grave es que la escuela esté fracasando en su tarea de despertar en cada uno sus mejores facultades, de actuar como palanca de progreso social. ¿Qué porvenir laboral tiene un hijo de trabajador o de inmigrante que a los quince años no es capaz de comprender un párrafo de tres líneas? ¿Qué podrá aprender sobre la complejidad del mundo y la de su propia alma quien no cuenta con la luz de las palabras escritas? El nivel cultural y académico de los padres es factor decisivo, asegura el periódico. Subiendo por las escaleras del metro me pregunto con ira y dolor qué habría sido de mí, de tantos de nosotros, si no hubiera sido por la escuela y por el instituto. Nuestros padres, niños en la guerra, escribían y leían con dificultad. En nuestras casas, donde había tan poco, mal podía haber libros. La escuela nos hizo lo que somos.

Soy lo que he leído. Me gano la vida gracias a que existen lectores. En el escaparate de la librería distingo con expectación impaciente el libro que vengo buscando. Verlo me da tanta felicidad como descubrir en un escaparate de la infancia la cubierta en colores de una novela de Julio Verne. Son Los ensayos de Montaigne que acaba de publicar Acantilado, editados y traducidos admirablemente por Jordi Bayod Brau. Muy pronto el gozo de las manos se añade al de la mirada: sopeso el volumen, paso los dedos por su tapa tan sólida, lo abro y rozo las páginas con las yemas de los dedos, y al hacerlo percibo un olor exquisito de papel y de tinta. Por cualquier página que se abra este libro ilimitado se reconocerá la voz sabia y serena, la inteligencia irónica y voluble, la curiosidad entre erudita y chismosa de aquel hombre feliz que se retiró hace más cuatro siglos a escribir y a leer en la biblioteca circular de su torre. Como Cervantes o Shakespeare si empezamos a leerlo nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida, y a medida que pase el tiempo y sigamos leyendo nos enseñará cosas que ni siquiera habíamos sospechado en las primeras lecturas. Como el señor don Quijote de la letanía de Rubén el señor de Montaigne nos asistirá en nuestra diatriba contra los fanáticos y los propagadores de la ignorancia, contra los sinvergüenzas, contra los estafadores de la jerga psicopedagógica, contra los políticos que sólo pueden eternizarse en su parasitismo gracias a una ciudadanía analfabeta y embotada. En el viaje de vuelta soy yo quien entra en el vagón del metro con la nariz hundida en el libro, quien se queda tan absorto leyendo a Montaigne que cuando levanta los ojos descubre que se ha pasado de estación.
Antonio Muñoz Molina,

Babelia, 15/12/2007

sábado, 15 de diciembre de 2007

Los garabatos de Niemeyer

De Oscar Niemeyer, tras 70 años de actividad profesional y 100 de estancia luminosa en este mundo, tan sólo cabe dar testimonio de lo que a través de su figura se vio -y entendió-, y de lo que a través de su obra se comprendió y adoptó como propio. Y al hacerlo, comprobar estupefacto cómo todo menos él mismo cambia, incluida la opinión y valoración de su modernismo radiante.
En los años setenta, llenos de dogmatismo pedagógico, Niemeyer (Río de Janeiro, 15 de diciembre de 1907) era una presencia incómoda en los ámbitos universitarios europeos, una contradicción flagrante con el pensamiento racionalista entonces triunfante, alguien que cumplía a la perfección con el requisito de un intachable izquierdismo pero a la vez imagen viva de la más absoluta frivolidad y, además, frivolidad orgánica y modernista -cuando era la modernidad el objetivo a abatir precisamente y el organicismo se interpretaba como un reblandecimiento burgués del modernismo-. Un incordio al que se daba de lado (era bien difícil encontrar la más mínima documentación sobre su obra). Durante años, sólo Pedro Urzaiz mostró sin pudor su fascinación por él en España entera.

La generación de la movida madrileña, que amaba la frivolidad y la modernidad, adoptó sin embargo sus iconografías mambo -mambo era la palabra talismán- con fervor inconsciente pero visionario. Todo lo contrario que los que querían refundar la disciplina en la historia, o al menos en la visión estructuralista que Aldo Rossi desplegó de la historia, de los tipos arquitectónicos y su poética presencia intemporal. Curiosa paradoja, cuanto más intemporal se reclama una teoría estética más rápido se queda sin acólitos. Aquellas ideas desaparecieron en un pispás y Niemeyer siguió, desde su estudio en Copacabana, dando la espalda sistemáticamente a aquellas esplendorosas vistas (para asombro de visitantes y regocijo suyo, suponemos), proyectando con infinita libertad y simplicidad una versión cada vez más reductora y sensualista de la modernidad, casi caricaturesca, como el curioso y para algunos -yo mismo- magnífico Museo en Niterói que parece salido de uno de los viejos chistes en los que Conti ridiculizaba hace años la banalidad de muchas obras de arte abstractas, de tan simple que es su emulación del Pan de Azúcar, al que refiere su silueta con insultante inmediatez. Hasta las referencias a la figura femenina en su arquitectura, que ha seguido intensificando con el tiempo, parecen sacadas de un chiste sobre lo que uno esperaría de un artista brasileño: exuberante, sensual, gestual, dominante y comunista. En fin, la figura del carisma tropical, al modo de un Marlon Brando retirado en su isla, que uno tiende a despreciar tanto como fantasea con lo que tiene de construcción irrefrenable de un yo todopoderoso.

Hasta ahí el personaje y su significado para una generación que no se dejó hechizar por rigoristas y biempensantes (ni historicistas, ni ortodoxos modernos) y que siempre prefirió heterodoxos, marcianos e individualistas como referencia (no era difícil preferirlo teniendo las fabulosas referencias de Oíza y Sota en casa: con personajes así se aprendía casi por roce).

Queda aparte la revelación que visitar su obra sigue suponiendo para tantos como han ido teniendo la oportunidad de hacerlo: una revelación instantánea, casi insultante. Imposible olvidar la indignación de ver cómo a Niemeyer y sólo a Niemeyer los edificios se le sostenían sin pilares, las rampas volaban ligeras y aéreas como nunca se han visto en otros arquitectos, los detalles desaparecían hasta hacerte pensar que son innecesarios (todo; barandillas, rodapiés, puertas, carpinterías, prácticamente todo, simplemente ha dejado de existir en sus edificios de una forma asombrosa).

Volver al Viejo Continente y visitar las obras de Le Corbusier tras ver este despliegue de ligereza, continuidad, elegancia y simplicidad hecho por su discípulo tropical es una dura prueba que con dificultad resiste el intocable maestro suizo, sometido uno a la tentación de invertir los papeles y pensar las obras de Le Corbusier como la triste secuela europea del maestro brasileño, producto limitado por actitudes y climas que impiden el logro de la levitación, esa meta última de la modernidad de la que Niemeyer tuvo y tiene la fórmula secreta (nadie debe engañarse al respecto, no se trata en absoluto de una estrategia técnica o una concepción estructural que dominase como nadie Niemeyer: parece más bien que es el absoluto desinterés por estos temas lo que le da la autoridad completa sobre ellos, relegados al último lugar en el proceso mental, ese lugar que el arquitecto siempre destina a lo que da a desarrollar a otros -en este caso, al ingeniero José Carlos Sussekind, gran amigo suyo desde hace tiempo y capaz de resolverlo todo sin el más mínimo protagonismo-).

Y por último está la facilidad. Por si no se había notado hasta aquí, lo verdaderamente irritante para otro arquitecto de la obra de Niemeyer es la brutal facilidad que se ve en todas sus obras. Especialmente ahora que -subsumidos entre códigos, normas, ordenanzas (locales, autonómicas, nacionales y europeas), project managers, compañías aseguradoras, decoradores, competencias ministeriales, intrusismo multidisciplinar, visados colegiales y competencias desleales de diversas profesiones hambrientas por arañar el supuesto pastel del diseño- lo de la facilidad parece un sueño. De forma que la idea de hacer unos rasgos, un garabato, en una servilleta -por supuesto un garabato, con curvas que remiten sin mediación al mito del libertinaje sexual tropical- y conseguir a los pocos meses que esa servilleta se llame Museo, Biblioteca, Plaza o Palacio y esté de inmediato en la memoria colectiva de un pueblo y construya, además, su identidad para todos los foráneos es algo que hace rechinar los dientes de todos los arquitectos. Bendita libertad, bendita facilidad, bendita sensualidad. Larga vida al último arquitecto moderno, al último heterodoxo, al último resistente a la inmensa y tristísima nube de plomo llamada corrección. -IÑAKI ÁBALOS

Publicado en Babelia, 15 de diciembre de 2007

miércoles, 12 de diciembre de 2007

The Great Pretender (Theo Jansen)


Sin lugar a dudas, este será uno de los libros del año, el primer libro en compilar el trabajo de este científico/artista The great pretender, funciona como una verdadera epopeya documentada de la historia de la obra de Theo Jansen. A modo de tratado científico está organizado por la “evolución” de las diferentes “especies” de esculturas, con detalles acerca de la mecánica y los materiales usados, es muy ilustrativo ver los “musculos” y diversos artilugios para simular los sentidos de las maquinas vivientes.

Al libro le acompaña un DVD con videos para ver en su esplendor a estas maravillas cinéticas. La obsesión de este artista en crear nuevas formas de vida y el desarrollo de sus símiles mecánicos sin motor, se alimentan de viento y han desarrollado mecanismos para alejarse del agua y apalancarse cuando hace demasiado viento. Sin entrar en rebuscados vericuetos de verborrea técnica, Theo nos va contado a lo largo del libro su gran aventura como “creador” de ese nuevo universo de tubos de plástico.


Cortesia de edgargonzalez.com

Sellos serie ARQUITECTURA



Correos ha sacado al mercado en el mes de abril la serie de sellos ARQUITECTURA, en la que podemos encontrarnos con la Terminal T4 de Rogers, el Mercado de Santa Caterina de Miralles, Puente Vizcaya las Arenas, Capilla en Valdeacerón de Sancho y Madridejos….
En 2008 está previsto aumentar la serie con 6 edificios, entre los que veremos la Torre Agbar de Jean Nouvel.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Peter Saville

Esta es la web del diseñador Pete Saville. No solo a los entusiastas de la Joy y de Factory les va a resultar interesante. En sí, el disñeo de la web es muy bueno. Mus sencillo pero eficaz, con fuentes para descargar, etc. y abundante información en forma de texto. JV

http://www.btinternet.com/~comme6/saville/

viernes, 7 de diciembre de 2007

¿nuevas formas de habitar?

“[...] Qué duda cabe de que las primeras sociedades humanas, antes de levantar templos a sus divinidades y construir palacios para sus reyes, pensaron primero en asegurarse un abrigo contra las intemperies de las estaciones. Además se ha destacado con razón que esas sociedades se componían de pastores, de agricultores o de cazadores. Los pastores llevaban una existencia nómada y conducían sus rebaño por los valles más fértiles. Por consiguiente les interesaba construirse alojamientos móviles que pudieran transportar en sus frecuentes peregrinajes. Se les atribuye así la invención de la tienda. [...]” Extracto del texto Historia del Arte Monumental de L. Batissier. París 1845

Este texto del siglo XiX bien podría ilustrar la casa “INSPIRADA EN LA GUERRA DE LAS GALAXIAS” que reproduce la imagen del artículo cuyo texto nos dice:



“Los fans de «La guerra de las galaxias» seguro que recordarán el poblado de los Ewok, que construían sus casas de madera sobre los árboles. Pues bien, un ingenioso constructor se ha inspirado en ellas para fabricar estas viviendas esféricas de madera y fibra de plástico, a las que se accede mediante una escalera de cuerda, pues están pensadas para ser colgadas en un árbol. Equipadas con cocina, frigorífico y microondas, han sido puestas a la venta por un precio que ronda los 100.000 euros.”

Pues parece que no han cambiado mucho las cosas. Probablemente no hace falta sino visitar por ejemplo el área de la cañada real en Madrid donde, mal que le pese a la autoridad, según se desmontan las residencias ilegales los habitantes son duchos en volverlas a realizar. Quizás haya que hacer como lo que cuenta el artículo de la imagen siguiente que anuncia la intervención en un área deprimida de favelas en Brasil:

CONVIRTIENDO LAS FAVELAS EN LUGARES MÁS DIGNOS


“En la foto se aprecia un sector de la ciudad de Belo Horizonte, al norte de Brasil, donde se aplicará un proyecto de urbanización e integración de favelas denominado «Vila Favela Viva». Se trata de una iniciativa puesta en marcha por el ayuntamiento de la capital de Minas Gerais, que intentará legalizar las propiedades y activar planes de educación, inserción social y trabajo.”

Y al final una recuerda haber leído en alguna parte algún texto de Le Corbusier en el que narra cómo él mismo se “escapaba” hacia el área de las favelas en Río para descubrir esencias arquitectónicas. Será.M.O.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Ante el público






Exposición pública de los trabajos del primer ejercicio de los alumnos de proyectos (ver los enunciados publicados en el blog en octubre) el 29 de noviembre.

Negociar los espacios

La arquitectura, siempre lo ha sido, es fundamentalmente un negocio: un contrabando, un traspaso, un compartir y no uN repartir, un excluir. Nuestros espacios arquitectóncios son tanto más ricos cuantas más funciones admitan. Incluso simultaneamente. Establecer protocolos de compartición antes que barreras de exclusión: este es nuestro reto. Lo que, en Bangkok parece obvio... JV