¿Podría la ciudad cambiar así de rápido?
lunes, 24 de diciembre de 2007
domingo, 16 de diciembre de 2007
Un ordenador en cada aula
Frente a los que piensan que «lograr» que haya un ordenador en cada aula del país es una especie de conquista de la civilización similar al calendario de vacunación o la alfabetización universal, opino que la presencia de los ordenadores en los colegios e institutos debería retrasarse lo más posible. Si les soy sincero, en mi opinión los ordenadores no deberían usarse en el aula nunca.
¿Por qué?
Primero. Porque los niños no necesitan «aprender» a usar un ordenador. Los niños ya saben usar un ordenador, incluso los que no lo han usado nunca. En realidad, lo único que resulta verdaderamente difícil para usar un ordenador a nivel de usuario es escribir a máquina. Por lo demás, para saber usar un ordenador no hay nada que «aprender». Basta con tener dedos en las manos, no tener Parkinson y poder mover el dedo índice de arriba abajo.
Segundo. Porque los ordenadores no son «instrumentos de aprendizaje», por mucho que a algunos les guste pensar que lo son o que pueden serlo. El verdadero aprendizaje es el que se hace de forma oral y proviene de un maestro en una disciplina, sea la historia, el latín, la fisiología o las leyes, y los principales instrumentos de ayuda para este aprendizaje son los libros, siempre han sido los libros y siempre serán los libros. Los libros y las publicaciones periódicas de prestigio, claro está.
Madurez intelectual. Internet (que es, metonímicamente, de lo que estamos hablando realmente al referirnos a los «ordenadores») es, desde el punto de vista académico, una herramienta que nos facilita las cosas porque nos proporciona inmensas cantidades de información de forma instantánea. Pero esa información sólo es útil para aquellos que han alcanzado una madurez intelectual y poseen una formación previa. En ningún caso puede sustituir a las verdaderas fuentes de información que, insistimos, son los libros y las publicaciones periódicas prestigiosas.
Todos sabemos que uno puede fingir que es un experto en cualquier tema con sólo una hora de googlizar. Pero fingir un conocimiento no es lo mismo que poseerlo.
Tercero. Los ordenadores presentan el conocimiento, de forma fragmentaria y arbitraria, bajo la apariencia de trozos iluminados, frecuentemente acompañados de brillantes imágenes, por los que es posible transitar en cualquier dirección. Esta supuesta «libertad» de Internet es una mera apariencia, pero se presta a todo tipo de discursos estupendos donde se defiende la posibilidad de que cada uno cree su propio itinerario «personalizado» o se cantan las alabanzas del pensamiento «no lineal».
Un cierto orden. Pero todo esto no es más que basura. El conocimiento ha de ser «lineal» en el sentido de que para aprender cualquier cosa es necesario seguir un cierto orden y pasar por unas ciertas etapas, del mismo modo que leer una novela quiere decir leerla desde la primera página hasta la última y tal lectura no puede sustituirse por el chapoteo desordenado por una serie de pasajes «destacados» o «significativos». Nuestra vida es lineal porque sucede en el tiempo. La historia es lineal, porque lo que pasó después depende de lo que pasó antes. Es cierto que la vida de la imaginación, la del inconsciente, la de los sueños, no es lineal, pero a los defensores del arte de ratonear no les interesa la imaginación, ni el inconsciente, ni los sueños, y no están hablando de eso.
Muchas veces sucede que cuando creemos estar más allá de algo estamos, en realidad, más acá. En los años sesenta creíamos que una pastilla era algo más moderno que una manzana y que en el año 2007 ya no comeríamos manzanas, sino pastillas. Ahora estamos en el año 2007 y vemos que si hay algo más moderno que una simple manzana, no es precisamene una pastilla, sino una manzana de cultivo ecológico. Es decir, que lo más moderno resulta ser una manzana más antigua.
En las universidades americanas ya no se pide que se hagan trabajos sobre temas, que pueden fabricarse fácilmente picoteando aquí y allá en Internet, sino trabajos dedicados a un solo libro. De este modo, el profesor se asegura de que los alumnos lean, al menos, un libro. Uno solo, pero leído de verdad.
Sucede, pues, con el conocimiento como con los cultivos, y con los libros como con las manzanas.
Andrés Ibáñez, en ABCD del 15 de diciembre de 2007.
Este artículo y el anterior (en el orden de entradas del blog), casualmente coincidentes en el tiempo, creo que aportan una visión sensata de las cosas: frente a tanto papanatismo "vanguardista", se deben de centrar en su justa medida las cuestiones, y si desde luego las nuevas tecnologías y su aplicación a la educación deben estar presentes en la escuela, no hay que perder de vista que la misión de ésta, y lo podemos extender a la Universidad, es la de dotar de herramientas de pensamiento a los alumnos. Y el ordenador, aún, no piensa. JV.
El libro ilimitado
A los expertos, a los gurús de la jerga psicopedagógica y a los enchufados no les cabía la menor duda: los que alertábamos sobre la degradación de la enseñanza nos habíamos vuelto de derechas y no sabíamos nada, no entendíamos de nada. Ellos sí que entendían: a la vista están los resultados. Cierro el periódico con asco y el hombre joven que leía frente a mí levanta los ojos de su libro. A mi atención de espía le basta un segundo para descubrir el título: es el Viaje al fin de la noche. Ahora parece evidente que el aire de ligero trastorno que tenía ese hombre desde que entró en el vagón procedía de la lectura de Céline. Vamos en el mismo tren de la línea 4 pero su viaje es mucho más hondo y más terrible, un descenso de fiebre por los espantos del mundo. Yo voy por los túneles del metro de Madrid y por el presente inmediato y más bien desolado del periódico: él por las trincheras de la guerra, por la miseria de los suburbios proletarios de París, por el Nueva York futurista de los años veinte, por las tinieblas coloniales del Congo que ya había roturado para la literatura Joseph Conrad.
Ahí lo dejo, sumergido en el libro, continuando su viaje, con su barba de varios días y su mochila de vagabundo celineano. ¿Cuántos lectores como él no llegarán a existir gracias a la gran conjura de los necios y de los comisarios políticos que ha asolado la educación española? Pero no se trata sólo de esa embriaguez, del dulce vicio que le acompaña a uno en la soledad y le hace gratos los minutos de un viaje en el metro: mucho más grave es que la escuela esté fracasando en su tarea de despertar en cada uno sus mejores facultades, de actuar como palanca de progreso social. ¿Qué porvenir laboral tiene un hijo de trabajador o de inmigrante que a los quince años no es capaz de comprender un párrafo de tres líneas? ¿Qué podrá aprender sobre la complejidad del mundo y la de su propia alma quien no cuenta con la luz de las palabras escritas? El nivel cultural y académico de los padres es factor decisivo, asegura el periódico. Subiendo por las escaleras del metro me pregunto con ira y dolor qué habría sido de mí, de tantos de nosotros, si no hubiera sido por la escuela y por el instituto. Nuestros padres, niños en la guerra, escribían y leían con dificultad. En nuestras casas, donde había tan poco, mal podía haber libros. La escuela nos hizo lo que somos.
Soy lo que he leído. Me gano la vida gracias a que existen lectores. En el escaparate de la librería distingo con expectación impaciente el libro que vengo buscando. Verlo me da tanta felicidad como descubrir en un escaparate de la infancia la cubierta en colores de una novela de Julio Verne. Son Los ensayos de Montaigne que acaba de publicar Acantilado, editados y traducidos admirablemente por Jordi Bayod Brau. Muy pronto el gozo de las manos se añade al de la mirada: sopeso el volumen, paso los dedos por su tapa tan sólida, lo abro y rozo las páginas con las yemas de los dedos, y al hacerlo percibo un olor exquisito de papel y de tinta. Por cualquier página que se abra este libro ilimitado se reconocerá la voz sabia y serena, la inteligencia irónica y voluble, la curiosidad entre erudita y chismosa de aquel hombre feliz que se retiró hace más cuatro siglos a escribir y a leer en la biblioteca circular de su torre. Como Cervantes o Shakespeare si empezamos a leerlo nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida, y a medida que pase el tiempo y sigamos leyendo nos enseñará cosas que ni siquiera habíamos sospechado en las primeras lecturas. Como el señor don Quijote de la letanía de Rubén el señor de Montaigne nos asistirá en nuestra diatriba contra los fanáticos y los propagadores de la ignorancia, contra los sinvergüenzas, contra los estafadores de la jerga psicopedagógica, contra los políticos que sólo pueden eternizarse en su parasitismo gracias a una ciudadanía analfabeta y embotada. En el viaje de vuelta soy yo quien entra en el vagón del metro con la nariz hundida en el libro, quien se queda tan absorto leyendo a Montaigne que cuando levanta los ojos descubre que se ha pasado de estación.Antonio Muñoz Molina,
Babelia, 15/12/2007
sábado, 15 de diciembre de 2007
Los garabatos de Niemeyer
De Oscar Niemeyer, tras 70 años de actividad profesional y 100 de estancia luminosa en este mundo, tan sólo cabe dar testimonio de lo que a través de su figura se vio -y entendió-, y de lo que a través de su obra se comprendió y adoptó como propio. Y al hacerlo, comprobar estupefacto cómo todo menos él mismo cambia, incluida la opinión y valoración de su modernismo radiante.
En los años setenta, llenos de dogmatismo pedagógico, Niemeyer (Río de Janeiro, 15 de diciembre de 1907) era una presencia incómoda en los ámbitos universitarios europeos, una contradicción flagrante con el pensamiento racionalista entonces triunfante, alguien que cumplía a la perfección con el requisito de un intachable izquierdismo pero a la vez imagen viva de la más absoluta frivolidad y, además, frivolidad orgánica y modernista -cuando era la modernidad el objetivo a abatir precisamente y el organicismo se interpretaba como un reblandecimiento burgués del modernismo-. Un incordio al que se daba de lado (era bien difícil encontrar la más mínima documentación sobre su obra). Durante años, sólo Pedro Urzaiz mostró sin pudor su fascinación por él en España entera.
La generación de la movida madrileña, que amaba la frivolidad y la modernidad, adoptó sin embargo sus iconografías mambo -mambo era la palabra talismán- con fervor inconsciente pero visionario. Todo lo contrario que los que querían refundar la disciplina en la historia, o al menos en la visión estructuralista que Aldo Rossi desplegó de la historia, de los tipos arquitectónicos y su poética presencia intemporal. Curiosa paradoja, cuanto más intemporal se reclama una teoría estética más rápido se queda sin acólitos. Aquellas ideas desaparecieron en un pispás y Niemeyer siguió, desde su estudio en Copacabana, dando la espalda sistemáticamente a aquellas esplendorosas vistas (para asombro de visitantes y regocijo suyo, suponemos), proyectando con infinita libertad y simplicidad una versión cada vez más reductora y sensualista de la modernidad, casi caricaturesca, como el curioso y para algunos -yo mismo- magnífico Museo en Niterói que parece salido de uno de los viejos chistes en los que Conti ridiculizaba hace años la banalidad de muchas obras de arte abstractas, de tan simple que es su emulación del Pan de Azúcar, al que refiere su silueta con insultante inmediatez. Hasta las referencias a la figura femenina en su arquitectura, que ha seguido intensificando con el tiempo, parecen sacadas de un chiste sobre lo que uno esperaría de un artista brasileño: exuberante, sensual, gestual, dominante y comunista. En fin, la figura del carisma tropical, al modo de un Marlon Brando retirado en su isla, que uno tiende a despreciar tanto como fantasea con lo que tiene de construcción irrefrenable de un yo todopoderoso.
Hasta ahí el personaje y su significado para una generación que no se dejó hechizar por rigoristas y biempensantes (ni historicistas, ni ortodoxos modernos) y que siempre prefirió heterodoxos, marcianos e individualistas como referencia (no era difícil preferirlo teniendo las fabulosas referencias de Oíza y Sota en casa: con personajes así se aprendía casi por roce).
Queda aparte la revelación que visitar su obra sigue suponiendo para tantos como han ido teniendo la oportunidad de hacerlo: una revelación instantánea, casi insultante. Imposible olvidar la indignación de ver cómo a Niemeyer y sólo a Niemeyer los edificios se le sostenían sin pilares, las rampas volaban ligeras y aéreas como nunca se han visto en otros arquitectos, los detalles desaparecían hasta hacerte pensar que son innecesarios (todo; barandillas, rodapiés, puertas, carpinterías, prácticamente todo, simplemente ha dejado de existir en sus edificios de una forma asombrosa).
Volver al Viejo Continente y visitar las obras de Le Corbusier tras ver este despliegue de ligereza, continuidad, elegancia y simplicidad hecho por su discípulo tropical es una dura prueba que con dificultad resiste el intocable maestro suizo, sometido uno a la tentación de invertir los papeles y pensar las obras de Le Corbusier como la triste secuela europea del maestro brasileño, producto limitado por actitudes y climas que impiden el logro de la levitación, esa meta última de la modernidad de la que Niemeyer tuvo y tiene la fórmula secreta (nadie debe engañarse al respecto, no se trata en absoluto de una estrategia técnica o una concepción estructural que dominase como nadie Niemeyer: parece más bien que es el absoluto desinterés por estos temas lo que le da la autoridad completa sobre ellos, relegados al último lugar en el proceso mental, ese lugar que el arquitecto siempre destina a lo que da a desarrollar a otros -en este caso, al ingeniero José Carlos Sussekind, gran amigo suyo desde hace tiempo y capaz de resolverlo todo sin el más mínimo protagonismo-).
Y por último está la facilidad. Por si no se había notado hasta aquí, lo verdaderamente irritante para otro arquitecto de la obra de Niemeyer es la brutal facilidad que se ve en todas sus obras. Especialmente ahora que -subsumidos entre códigos, normas, ordenanzas (locales, autonómicas, nacionales y europeas), project managers, compañías aseguradoras, decoradores, competencias ministeriales, intrusismo multidisciplinar, visados colegiales y competencias desleales de diversas profesiones hambrientas por arañar el supuesto pastel del diseño- lo de la facilidad parece un sueño. De forma que la idea de hacer unos rasgos, un garabato, en una servilleta -por supuesto un garabato, con curvas que remiten sin mediación al mito del libertinaje sexual tropical- y conseguir a los pocos meses que esa servilleta se llame Museo, Biblioteca, Plaza o Palacio y esté de inmediato en la memoria colectiva de un pueblo y construya, además, su identidad para todos los foráneos es algo que hace rechinar los dientes de todos los arquitectos. Bendita libertad, bendita facilidad, bendita sensualidad. Larga vida al último arquitecto moderno, al último heterodoxo, al último resistente a la inmensa y tristísima nube de plomo llamada corrección. -IÑAKI ÁBALOS
Publicado en Babelia, 15 de diciembre de 2007
miércoles, 12 de diciembre de 2007
The Great Pretender (Theo Jansen)
Sin lugar a dudas, este será uno de los libros del año, el primer libro en compilar el trabajo de este científico/artista The great pretender, funciona como una verdadera epopeya documentada de la historia de la obra de Theo Jansen. A modo de tratado científico está organizado por la “evolución” de las diferentes “especies” de esculturas, con detalles acerca de la mecánica y los materiales usados, es muy ilustrativo ver los “musculos” y diversos artilugios para simular los sentidos de las maquinas vivientes.
Al libro le acompaña un DVD con videos para ver en su esplendor a estas maravillas cinéticas. La obsesión de este artista en crear nuevas formas de vida y el desarrollo de sus símiles mecánicos sin motor, se alimentan de viento y han desarrollado mecanismos para alejarse del agua y apalancarse cuando hace demasiado viento. Sin entrar en rebuscados vericuetos de verborrea técnica, Theo nos va contado a lo largo del libro su gran aventura como “creador” de ese nuevo universo de tubos de plástico.
Cortesia de edgargonzalez.com
Sellos serie ARQUITECTURA
Correos ha sacado al mercado en el mes de abril la serie de sellos ARQUITECTURA, en la que podemos encontrarnos con la Terminal T4 de Rogers, el Mercado de Santa Caterina de Miralles, Puente Vizcaya las Arenas, Capilla en Valdeacerón de Sancho y Madridejos….
En 2008 está previsto aumentar la serie con 6 edificios, entre los que veremos la Torre Agbar de Jean Nouvel.
domingo, 9 de diciembre de 2007
Peter Saville
http://www.btinternet.com/~comme6/saville/
viernes, 7 de diciembre de 2007
¿nuevas formas de habitar?
Este texto del siglo XiX bien podría ilustrar la casa “INSPIRADA EN LA GUERRA DE LAS GALAXIAS” que reproduce la imagen del artículo cuyo texto nos dice:
“Los fans de «La guerra de las galaxias» seguro que recordarán el poblado de los Ewok, que construían sus casas de madera sobre los árboles. Pues bien, un ingenioso constructor se ha inspirado en ellas para fabricar estas viviendas esféricas de madera y fibra de plástico, a las que se accede mediante una escalera de cuerda, pues están pensadas para ser colgadas en un árbol. Equipadas con cocina, frigorífico y microondas, han sido puestas a la venta por un precio que ronda los 100.000 euros.”
Pues parece que no han cambiado mucho las cosas. Probablemente no hace falta sino visitar por ejemplo el área de la cañada real en Madrid donde, mal que le pese a la autoridad, según se desmontan las residencias ilegales los habitantes son duchos en volverlas a realizar. Quizás haya que hacer como lo que cuenta el artículo de la imagen siguiente que anuncia la intervención en un área deprimida de favelas en Brasil:
“CONVIRTIENDO LAS FAVELAS EN LUGARES MÁS DIGNOS”
“En la foto se aprecia un sector de la ciudad de Belo Horizonte, al norte de Brasil, donde se aplicará un proyecto de urbanización e integración de favelas denominado «Vila Favela Viva». Se trata de una iniciativa puesta en marcha por el ayuntamiento de la capital de Minas Gerais, que intentará legalizar las propiedades y activar planes de educación, inserción social y trabajo.”
Y al final una recuerda haber leído en alguna parte algún texto de Le Corbusier en el que narra cómo él mismo se “escapaba” hacia el área de las favelas en Río para descubrir esencias arquitectónicas. Será.M.O.
domingo, 2 de diciembre de 2007
domingo, 25 de noviembre de 2007
segundo ejercicio : José Vela
lunes, 29 de octubre de 2007
Nuevos títulos, con el beneplácito de los arquitectos
El Consejo de Ministros ha aprobado los nuevos títulos universitarios adaptados a un formato común europeo. Las universidades pueden comenzar a diseñar sus títulos de grado de cuatro años (que sustituirán a diplomaturas y licenciaturas), que se sumarán a los másteres de especialización ya en vigor y a los doctorados. El esquema debe estar implantado en 2010.
Las últimas críticas a la reforma, desde los colegios de arquitectos de Madrid y Sevilla, parecen haberse apagado. El consejo que reúne a los colegios de toda España aprobó un texto de apoyo a la reforma. Sólo se abstuvieron Madrid, Andalucía y Castilla-La Mancha.
El País, 29 oct 2007
sábado, 27 de octubre de 2007
Nunca fue tan hermosa la basura [1]
April is the cruellest month, breeding
Lilacs out of the dead land...
T.S . Eliot, The Waste Land
El Libro Primero de El Capital, de Marx, comienza diciendo: «La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como "una inmensa acumulación de mercancías"». Nosotros tendríamos que decir, hoy, que la riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como una inmensa acumulación de basuras. En efecto, ninguna otra forma de sociedad anterior o exterior a la moderna ha producido basuras en una cantidad, calidad y velocidad comparables a las de las nuestras. Ninguna otra ha llegado a alcanzar el punto que han alcanzado las nuestras, es decir, el punto en el que la basura ha llegado a convertirse en una amenaza para la propia sociedad. Y no es que las sociedades pre-industriales no generasen desperdicios, pero sus basuras eran predominantemente orgánicas, y la naturaleza, los animales urbanos y los vagabundos las hacían desaparecer –las reciclaban o las digerían– a un ritmo razonable (aunque sobre esto nos hacemos, también a menudo, ideas muy idílicas). Las ciudades industriales modernas, en cambio, se caracterizan por una acumulación sin precedentes de población y por la aparición masiva de un nuevo tipo de residuos, de carácter industrial, y ambos factores constituyen la obsolescencia de los modos tradicionales, casi inconscientes, de tratamiento de las basuras. Hay en ellas, al mismo tiempo, una enorme proporción de desechos cuyo reciclaje no puede abandonarse en manos de procesos espontáneos o naturales, y una parte significativa de la población que no consigue integrarse directa ni indirectamente en los procesos productivos y consuntivos, que carece de lugar social y que ha perdido el estatuto del que disfrutaba o que padecía en las formas tradicionales de organización política. Y esto, como dice la cita de Marx con la que he comenzado, ha de entenderse sin duda como "síntoma de riqueza". Nietzsche decía aún más, decía que «los desechos, los escombros, los desperdicios no son algo que haya que condenar en sí: son una consecuencia necesaria de la vida. El fenómeno de la décadence es tan necesario como cualquier progreso y avance de la vida: no está en nuestras manos eliminarlo (...) E incluso en medio de su mejor fuerza, [una sociedad] tiene que producir basura y materiales de desecho» (Fragmentos Póstumos de la primavera de 1888). Y tantos más desechos –en cantidad y en calidad– cuanto más rica, más enérgica y más audaz sea... Sí, la basura es un síntoma de riqueza. Porque riqueza significa despilfarro, derroche, excedente (y, al contrario, las sociedades sin basura –las ciudades tradicionales de las que acabamos de hablar– revelan una economía de subsistencia, de escasez, en la cual nada sobra y todo se aprovecha).
Precisamente por eso, las sociedades modernas, por estar presididas por una suerte de principio malthusiano según el cual la basura crece más rápidamente que los medios para reciclarla de modo tradicional, necesitan disponer de tierras baldías, vertederos y escombreras en donde depositar las basuras para quitarlas de en medio y poder seguir viviendo, seguir desperdiciando sin ahogarse entre sus propios residuos. Y junto a estos no-lugares urbanos (por utilizar la afortunada terminología del antropólogo Marc Augé, sobre la que en seguida volveré) es preciso también disponer de no-lugares sociales a los que pueda trasladarse la población sobrante que los sistemas productivos y consuntivos no pueden absorber (suburbios, chabolas, favelas, guetos, campamentos, etc.). "Basura" es lo que no tiene lugar, lo que no está en su sitio y, por tanto, lo que hay que trasladar a otro sitio con la esperanza de que allí pueda desaparecer como basura, reactivarse, reciclarse, extinguirse: lo que busca otro lugar para poder progresar. En su obra Wasted Lives (cuyo título propongo traducir al castellano como "Vidas-basura"), el veterano sociólogo Zygmunt Bauman ha explicado que la actual crisis de la modernidad se expresa al mismo tiempo de estas dos maneras: por una parte, los problemas de contaminación (y especialmente, por su simbolismo, el problema que representan los residuos de origen nuclear) han alcanzado un punto de inflexión en el momento en el que se ha descubierto que el planeta estaba lleno, que ya no había más Waste Lands adonde trasladar los residuos para quitarlos de en medio; por otra parte, la emigración, que era la salida tradicional para las poblaciones residuales a las que el progreso industrial y post-industrial desplazaba y dejaba sin papel alguno que representar, ha dejado de ser una solución practicable, porque ahora todos los lugares sociales del mundo están ocupados, no hay puestos libres en donde colocar a los que están de más.
Los movimientos migratorios y los traslados de basura tienen, por tanto, esto en común: se trata de encontrar un sitio –en otro lugar– para aquello que no lo tiene –en este lugar–. Por tanto, el presupuesto de estos movimientos de traslación es que cada cosa tiene su sitio y que hay un sitio para cada cosa. Rafael Sánchez Ferlosio ha propuesto llamar al orden generado por este presupuesto el orden del destino, y esta propuesta tiene una doble pertinencia. Por una parte, nos recuerda el significado originario del vocablo "destino", que es precisamente ése: un esquema en el cual a cada cosa se le asigna un lugar –su destino, el lote que le corresponde por designio de los dioses, de la Moira, de las Parcas o de la naturaleza– que es su porvenir ineludible, su fin fatal. Por otra, esta designación es coherente en primer lugar con el hecho de que las regiones a donde se trasladan los emigrantes se denominan "países de destino", no solamente en el sentido trivial de que allí es adonde se dirigen, sino también en el sentido de que allí es donde podrán "labrarse un porvenir", de que van a sus lugares de destino en busca de un porvenir que les está negado en sus lugares de procedencia. Van allí, por tanto, en busca de su identidad, para llegar a ser quienes son (cosa que todavía no saben y que nunca descubrirán si se quedan en donde no tienen porvenir). Y la denominación sigue siendo coherente, en segundo lugar, con las basuras industriales: no se las puede dejar allí donde se generan porque allí no están en su sitio ni tienen porvenir ninguno. Es preciso trasladarlas a una tierra baldía en donde tengan porvenir, en donde puedan regenerarse, reactivarse, reciclarse, integrarse, en donde puedan llegar a ser otra cosa que lo que son –basuras, desperdicios–, en donde puedan recuperar la identidad que han perdido, en donde puedan crecer las lilas en la tierra muerta y en donde la lluvia primaveral remueva las raíces mas secas. Sí, aunque les cueste a ustedes aceptarlo en principio, "basura" significa también esto: lo que tiene un destino, un porvenir, una identidad secreta y oculta, y que tiene que hacer un viaje para descubrirla, como el príncipe encantado para dejar de ser rana y convertirse en príncipe, como la bestia para vencer el hechizo y volver a ser bella. La observación de Bauman sobre la crisis de la modernidad tardía puede, por tanto, reformularse en estos términos: ¿qué ocurre cuando ya no se puede encontrar un lugar para trasladar aquello que aquí no lo tiene, cuando ya no hay un "país de destino" al que emigrar o en donde labrarse un porvenir? ¿Qué ocurre con la basura cuando se ha quedado sin porvenir, sin esperanza de reciclaje o regeneración, y qué con aquellas poblaciones que han de resignarse a vivir sin esperanza social, cuando la rana comprende que ya nunca será príncipe y la bestia que ya nunca será bella?
Como ven ustedes, aquí no basta con hablar de "crisis de la modernidad" si no se dice al mismo tiempo que lo que ha entrado en crisis es la utopía de un mundo sin basura –un mundo ordenado, en el cual cada cosa esté en su sitio–; que la modernidad, a pesar de ser la sociedad del excedente, del despilfarro, del derroche y de la "inmensa acumulación de basuras", era también la sociedad que soñaba con un reciclaje completo de los desperdicios, con una recuperación exhaustiva de lo desgastado, con un aprovechamiento íntegro de los residuos: la ética protestante del ascetismo y el ahorro siempre fue afín a la ontología capitalista del derroche. O sea, que la sociedad moderna, no menos que la sociedad tradicional o pre-industrial, también quiere "imitar a la naturaleza" (en la cual, según decían los clásicos, "nada se hace en vano", es decir, todo tiene una finalidad y, por tanto, nada se desaprovecha, no hay basura propiamente dicha) y aún "imitar a la divinidad" (pues los dioses no padecen desgaste y, por tanto, no generan desperdicios), aunque tenga que hacerlo por medios mecánicos. Es la modernidad la que ha pensado la naturaleza como una máquina (una máquina perfecta, en la cual cada pieza cumple una función y no hay deterioro) y la que, al identificar lo "natural" con lo "racional", se ha convencido de que, puesto que la naturaleza no deja residuos, esto mismo –el no dejar residuos– es una de las señas distintivas de la racionalidad (de ahí que haya percibido al mismo tiempo como "anti-modernos" y "anti-racionales" a quienes presentan otra imagen de la naturaleza en donde la máquina tiene fallos y produce basura en forma de monstruos, prodigios y excepciones sin destino, sin porvenir ni finalidad)que también debe presidir las construcciones sociales. Esta no es únicamente una idea de ingeniero –una máquina cuyas piezas no se desgastan con el uso o que, al menos, pueden regenerarse y reutilizarse indefinidamente–, sino ante todo una idea de contable: la bestia negra del empresario es justamente el desgaste, el comprobar cómo en cada ciclo productivo el activo se convierte en pasivo, en deuda, en carga, en números negativos que es preciso compensar con las ganancias y que requieren nuevas inversiones, y por lo tanto su ideal es el de un negocio sin pérdidas, el de un balance de resultados siempre equilibrado; en tiempos de inflación galopante, éste es también el infierno del comerciante, que ve cómo cada ganancia obtenida –cada vez que vende un producto a cambio de dinero– se convierte inmediatamente en pérdida, porque la moneda se deprecia de inmediato, y tiene que gastar inmediatamente lo ganado en un nuevo producto para vender, con el que le sucederá implacablemente lo mismo; y es también la pesadilla del consumidor, que experimenta cómo todo lo que compra comienza a perder valor desde el momento preciso en que es adquirido, a perder actualidad, a pasar de moda y a exigir ser rápidamente sustituido por una nueva adquisición que comenzará a descender por la pendiente de la obsolescencia en cuanto pase del escaparate a sus manos...
Y apenas es necesario llamar la atención sobre la más que probable genealogía militar de esta fantasía delirante: un negocio sin pérdidas es la transposición civilizada de una guerra sin bajas (eso mismo que ahora llamamos un "ataque preventivo", que no sólo minimiza tendencialmente hasta cero las víctimas del propio bando, sino que se justifica precisamente como una acción tendente a destruir la capacidad ofensiva del enemigo, es decir, su capacidad de producir bajas en el bando contrario). Napoleón se mofaba de quienes le reprochaban el elevado número de caídos en las filas de sus ejércitos que comportaban sus victoriosas campañas diciendo que una sola noche de permiso de sus soldados en París arrojaba un número de embarazos suficiente para "reponer" las pérdidas y equilibrar la balanza. Los racionalistas del siglo XVII también manejaban el mismo modelo en el cual lo pasivo (las pasiones oscuras y confusas, o sea sucias y residuales) habría de convertirse en activo (las ideas claras y distintas, o sea, limpias), en donde los egoísmos de los lobos hobbesianos en guerra total de todos contra todos se reciclarían en la mansedumbre del pacto social de todos con todos administrado por la mano invisible de un mercado que pondría las cosas en su sitio con tanta justicia como las leyes darwinianas de la evolución colocaban a cada individuo en el lugar que le correspondía de acuerdo con su contribución a la adaptación de su especie al medio; y sin duda Hegel y Marx conservaban este esquema cuando pensaban que las pasiones y ambiciones individuales o colectivas de los individuos, los pueblos y las clases eran simplemente el combustible inconsciente mediante el cual la Historia –como el tren de Los hermanos Marx en el Oeste, que se alimentaba de su propia destrucción convertida en carburante ("¡Más madera!") para llegar rápidamente a su destino– conducía a la humanidad hacia su fin final en donde las cuentas cuadrarían perfectamente y todos los sacrificios y sufrimientos aparentemente vanos serían compensados y equilibrados, en donde toda la aparente basura de la Historia (toda la "masa concreta del mal") sería reciclada, y la guerra era simplemente una astucia de la razón o la lucha de clases el motor de una Historia que acabaría definitivamente con el despilfarro y el desequilibrio contable, dando a cada cual exactamente el lote que se hubiera merecido.
La entrada en crisis de este modelo, el despertar de este sueño, fue por tanto ese momento en el cual llegamos a pensar que la basura acabaría devorándonos. Que era el fin del progreso. Fue cuando empezamos a temer que moriríamos asfixiados entre nuestros propios desperdicios, como hemos visto que sucedía en algunas viejas ciudades del tercer mundo que, por no necesitar un tratamiento especial de las basuras, carecían de infraestructura de traslado y acumulación de las mismas, y a las que la repentina introducción masiva de la producción y el consumo industriales ha convertido en enormes estercoleros irrespirables.
El genio de la especie humana es, sin embargo, prodigioso. Alguien dijo de ella que sólo se plantea aquellos problemas que es capaz de resolver. Y alguien más dijo también que, cuando un problema no puede resolverse, entonces deja de ser un problema. Y que la manera de quitarse de encima los problemas irresolubles no consiste en desfallecer luchando por resolverlos, sino más simplemente en disolverlos. "Nunca fue tan hermosa la basura"... No sé a quién se le ocurrió primero la idea, pero fue una ocurrencia verdaderamente ingeniosa. Y, como todas las grandes invenciones, una vez hallada parece extremadamente simple, y consiste en lo siguiente: ¿y si lo que llamamos basura no lo fuera en realidad? Entonces no tendríamos que preocuparnos porque nos devorase, no nos sentiríamos asfixiados por los desperdicios si dejásemos de experimentarlos como desperdicios y los viviéramos como un nuevo paisaje urbano.
Antes me he referido a la noción, forjada por Marc Augé, de no-lugar (el lugar de lo que no está en su lugar), como concepto antropológico definidor de la sobremodernidad. Pero si unimos este concepto a nuestra reflexión anterior, en la cual la basura aparece como "lo que no está en su lugar", vemos con claridad que podríamos llamarlo, menos eufemísticamente, lugar-basura. Se comprende bien cómo un etnólogo del Siglo XXI ha llegado a elaborar esta figura: es fácil imaginar que la vida de un antropólogo contemporáneo consiste, entre otras cosas, en viajar desde el mundo posindustrial a parajes lejanos para realizar estudios de campo y entrevistas sobre el terreno. En estos desplazamientos, el científico se mueve desde un lugar que sin duda es su localidad de residencia y que, por tanto, está marcado con todas las señales positivas del término lugar (es acogedor, habitable, conocido, susceptible de ser recorrido con familiaridad), hacia otros territorios que, a menudo, no son menos lugares que el origen de su viaje, aunque le sean extraños e incluso, en ocasiones, hostiles o al menos arriesgados para el urbanita europeo; también esos sitios acogen a sus poblaciones, son habitados por gentes que los recorren con familiaridad y que se sienten en ellos en su casa. El antropólogo puede percibir que aquellos "otros lugares" no son su lugar, puede sentirse extranjero en ellos y hasta temer por su seguridad, o puede llegar a ser acogido y a experimentar la tranquilidad de encontrarse en tales rincones como en una segunda casa, como quien acude de visita a un paisaje en el que sabe que será bien recibido; pero, ya sea que se den alguna de estas dos situaciones extremas o cualesquiera de las ilimitadas posibilidades intermedias, en sus viajes habrá de pasar por muchas zonas de tránsito, no solamente en el sentido físico (salas de espera, aeropuertos, estaciones de tren y de autobús, antesalas de despachos oficiales, vehículos de transporte, hoteles, etc.) sino también en el social y cultural (tierras de nadie y distritos abandonados, comarcas rurales en decadencia, suburbios pre-industriales, chabolas periféricas, extrarradios en ruinas o cam pamentos de refugiados, por ejemplo), espacios que no están hechos para residir en ellos sino únicamente para ser ocupados provisionalmente, para ser atravesados o para facilitar el paso de un lugar a otro. En este punto, no podrá dejar de notar el contraste entre los lugares, ya sean acogedores o inquietantes, y los no-lugares, ya sean hostiles o deprimentes (como los territorios fronterizos en donde bandas o tribus rivales mantienen una guerra más o menos larvada por el control de actividades a menudo ilegales o paralegales) o relativamente cómodos para el visitante europeo (como las cadenas de hoteles occidentales o las franquicias internacionales de los restaurantes de comida rápida de estilo estadounidense situados en regiones empobrecidas del llamado "tercer mundo"). Y, en cierto modo, si los viajes del sociólogo se prolongan durante un tiempo suficiente en época de globalización, tendrá forzosamente que observar, al menos con curiosidad y seguramente con preocupación, el modo en que los no-lugares, concebidos en principio como meros "vacíos" entre lugares determinados, van extendiendo su dominio y avanzando en su ocupación de territorios físicos, sociales y culturales, hasta el punto de competir en magnitud e importancia con los lugares propiamente dichos –y a veces de triunfar indiscutiblemente sobre estos últimos– y, en todo caso, hasta comenzar a difuminar molestamente la distinción, otrora tan nítida, entre lugar y no-lugar y, por tanto y lo que quizá es más relevante, entre lo(s) que tiene(n) lugar y lo(s) que no lo tiene(n). Como si se tratase de un "efecto secundario" o de un "retorno de lo reprimido" de la colonización mediante la cual Europa convirtió muchos lugares de su periferia en no-lugares inhabitables, ahora el paseante europeo recorre la ciudad temeroso de que la periferia de los no-lugares (que ya no está en el extrarradio de Europa, sino el de las ciudades europeas), invada y destruya su propio lugar. En El tiempo en ruinas (Gedisa, Barcelona, 2003), Augé expresa, mientras pasea por París,
«un temor: que estos nuevos barrios, con independencia de su éxito técnico o estético –que será sin duda desigual– se parezcan un día a otros de cualquier otro lugar del mundo, que obedezcan a una moda planetaria, pero que no la creen, que se asemejen, en suma, a esas ciudades "genéricas" que "se parecen a sus aeropuertos" (Rem Koolhaas)... percibo en sus calles la invasión lenta, insidiosa e irresistible de la ciudad genérica que se infiltra desde la periferia a través de los boquetes abiertos por el ferrocarril... la tarea de subversión se encuentra más adelantada de lo que pensaba... una ciudad-comodín, sin pasado ni porvenir... Hablo, naturalmente, como viajero poco deseoso de encontrar, al final de mis excursiones parisinas, un barrio de Sâo Paulo, de Tokio o de Berlín»(pp. 149-150).
La virtud de esta noción es que, debido a sus características internas y a su oportunidad histórica, designa un tipo de negatividad susceptible de ser aplicada al mismo tiempo en un ámbito más específico y en uno más general. Por ejemplo –en el sentido de la especificación–, el tipo de hoteles y de restaurantes que quedarían subsumidos bajo el concepto de no-lugares podrían perfectamente definirse, en un sentido más particular, como no-hoteles y como no-restaurantes, ya que constituyen, en una medida nada desdeñable, la negación completa y acabada de la noción de "hotel" o de "restaurante" que les precedió en el tiempo. Las aludidas cadenas de comida rápida, que no están atendidas por camareros y en las cuales quienes preparan la comida no son cocineros, en las que los alimentos dispensados no son en sentido estricto "platos", así como sus mesas no son mesas propiamente dichas (han de sentarse cuatro personas en un espacio en donde sólo cabrían en rigor dos) ni sus cartas verdaderamente cartas, ¿cómo quedarían mejor descritas que diciendo que se trata de no-restaurantes atendidos por no-camareros que sirven no-platos preparados por no-cocineros y consumidos en no-mesas? Asimismo –y yendo ahora en el sentido de la generalización–, estas cadenas de restauración se caracterizan por estar a menudo situadas en grandes superficies comerciales asociadas a zonas de crecimiento de la periferia urbana posindustrial, y muchas de las características de su "estilo" y de su "personalidad" se explican por el régimen laboral de subempleo –contratación precaria y a tiempo parcial– que prevalece en ellas, régimen que, por estar cada vez más generalizado en el nuevo mercado de trabajo (y en todas las escalas salariales), muy bien podría denominarse, por contraste con las formas laborales consolidadas en la segunda mitad del Siglo XX en las zonas industrialmente desarrolladas y democráticamente gobernadas, como no-empleo (noción esta que vendría a sustituir a las de "sub-empleo" o "des-empleo", aún demasiado dependientes de aquellas viejas formas laborales ya parcialmente periclitadas) proporcionado por no-empresas; de la misma manera, los centros comerciales que rodean estos locales se dejarían describir, por los mismos motivos, como no-tiendas –en donde, por ejemplo, se venden no-muebles (módulos y paquetes funcionales más o menos abstractos para armar y desmontar), y los habitáculos que crecen en estas conurbaciones (las llamadas "ciudades-dormitorio", que no sería exagerado rebautizar como "ciudades-basura") como no-casas (decoradas, sin duda, mediante aquellos no-muebles). Y, aunque sería una broma cruel la comparación de este tipo de aglomeraciones del "primer mundo" con las de los arrabales de los países pobres o devastados, resultaría igualmente apropiado decir de quienes pueblan estos últimos contornos que se trata de no-empleados (pues a menudo están fuera de la economía monetaria regular) que viven en no-casas (cobijos improvisados con material heterogéneo) decoradas con no-muebles (a veces simples cajas de cartón o relleno de embalaje) y que se abastecen en no-tiendas (en el mercado negro o la economía sumergida).
Ni que decir tiene que esta aplicación podría continuar hasta permitirnos hablar, por ejemplo, de ciertas agrupaciones de personas, especialmente emergentes en nuestra época, que podrían caer bajo el concepto de no-familias o de no-matrimonios, de ciertos programas televisivos de entretenimiento que sólo podrían calificarse como no-programas, de un cierto tipo de productos culturales cada vez más extendidos a los cuales les vendría como anillo al dedo el rótulo de no-libros, no-discos o no-cuadros (y ello tanto en la franja de la alta cultura como en la de la cultura popular o de masas), de ciertos males originales de nuestro tiempo que funcionan como no-enfermedades tratadas mediante no-medicamentos y, en última instancia, hasta de no-universidades (escuelas móviles de formación permanente) en donde se estudian no-carreras (programas de actualización profesional continua) impartidas por no-profesores (expertos en reciclaje), y de no-estados (alianzas coyunturales de regiones) gobernados por no-políticos (administradores) y cuyo sujeto legítimo es un no-ciudadano.
Bien, creo que a estas alturas ustedes comprenden que estoy proponiendo concebir el no-lugar como un eufemismo del lugar-basura (y, por tanto, como un síntoma de que hemos empezado a ser tolerantes con los hoteles-basura, con los restaurantes-basura, con los camareros-basura, los platos-basura, los cocineros-basura y las mesas-basura, con los empleos-basura, las empresas-basura, las tiendas-basura, los muebles-basura, las casas-basura, las familias-basura, los matrimonios-basura, los programas-basura, los libros-basura, los discos-basura, los cuadros-basura, las enfermedades-basura, los medicamentos-basura, las universidades-basura, las carreras-basura, los profesores-basura, los estados-basura, los políticos-basura y los ciudadanos-basura). Y no sólo tolerantes, sino entusiastas. Hemos aprendido a experimentar la basura como un lujo. Hubo un tiempo, en efecto, en el cual los restaurantes-basura o los libros-basura eran subproductos destinados a las masas incultas, dóciles y amedrentadas. Ahora, no. Ahora tenemos restaurantes-basura de lujo, libros-basura de lujo, y quien no viva en una casa-basura o padezca alguna enfermedad-basura perderá rápidamente su crédito social y transmitirá una depauperada y deprimente imagen de "clase baja" y de "retraso social". Hemos convertido, como diría Pierre Bourdieu, las "marcas de infamia" en "signos de distinción". Si no puedes vencer en tu lucha contra la basura, únete a ella. La palanca fundamental gracias a cuyo punto de apoyo hemos conseguido mover el mundo en esta dirección –es decir, gracias a la cual hemos conseguido empezar a no ver y a no sentir como tal la basura que nos ahoga– se resume en una fórmula mágica: estamos transitando hacia un nuevo paradigma (y es la instalación de este "nuevo paradigma" lo que nos permitirá no vivir como basura lo que antes considerábamos tal). El único problema, claro está, es que este nuevo paradigma no puede ser otra cosa que un paradigma-basura, o sea un no-paradigma (porque no hay en realidad ningún nuevo paradigma hacia el cual estemos transitando, sino únicamente la destrucción sistemática y concertada de aquel bajo el cual vivíamos). La fórmula mágica tiene, con todo, una formidable eficacia simbólica. La desaparición de los lugares y su paulatina sustitución por lugares-basura (y esto mismo vale para los empleos-basura o las casas-basura) deja a muchas personas en el mundo sin lugar, crea una muchedumbre de desplazados que, una vez más, no solamente lo son en el sentido físico del término (aunque esta situación sea sin duda la más grave), sino también en el sentido social, laboral, cultural, económico o familiar. El dolor que se acumula en esa multitud, sin embargo, sencillamente no puede expresarse como tal, porque la fórmula mágica en cuestión lo convierte en dolor de parto del nuevo paradigma y, por tanto, amenaza a todos aquellos que publiquen su malestar con el estigma de la inadaptación, del atraso y del conservadurismo: son tristes reaccionarios que se niegan a desamarrarse de sus privilegios ancestrales, obstáculos que frenan el progreso de la modernización y que, por tanto, quedarán excluidos de sus beneficios. Ellos son la verdadera basura de nuestro tiempo, la que no puede reciclarse.
De esta manera se ha conseguido a la vez mantener la situación moderna (a saber, la "inmensa acumulación de basuras") y reeditar la utopía no menos moderna de un mundo sin basuras, que ahora ha de entenderse como un mundo en permanente reciclaje y sin pérdidas (tal es la cosmovisión del paradigma-basura o paradigma de la basura) y, por lo tanto, de un mundo en el cual todo (y todos) llega inmediatamente a su destino y adquiere inmediatamente uno nuevo. No se puede decir de manera más clara: allí donde nada es basura, todo lo es. Y es el mismo Marc Augé quien se ha dado cuenta de que, de seguir así las cosas, nuestra civilización será la primera del mundo que no deje tras de sí esa clase especial de basura histórica que son las ruinas. La ciudad genérica (la ciudad-basura) no deja ruinas porque, cuando un edificio entra en estado de obsolescencia, se puede reconfigurar enteramente para un nuevo uso, del mismo modo que una empresa (si quiere ser una genuina empresa-basura) debe poder someterse en cualquier momento a un proceso de re-engineering y que la mano de obra (o sea, la clase-basura) debe permanecer en un estado de longlife education. Richard Sennett lo ha explicado aún mejor: «La estandarización del entorno deriva de la economía de lo efímero, y la estandarización produce indiferencia. Quizá pueda aclarar esta tesis mediante una experiencia personal. Hace unos pocos años, llevé a un directivo de una gran empresa de la nueva economía emergente, que buscaba oficinas para instalarse, a visitar el Chanin Building de Nueva York, un palacio art-deco con despachos muy elaborados y espléndidos espacios públicos. "No se adapta a lo que buscamos", dijo el directivo, "la gente podría sentirse demasiado apegada a sus despachos y llegar a pensar que pertenece a este lugar". La oficina flexible no está pensada para ser un lugar de permanencia. La arquitectura de las oficinas de las empresas flexibles requiere un entorno físico que pueda ser rápidamente reconfigurado, en último extremo, la oficina se reduce al terminal de un ordenador. La neutralidad de los nuevos edificios deriva también de su carácter de elementos de inversión en el mercado global; para que alguien pueda comprar o vender fácilmente desde Manila cien mil metros cuadrados de espacio de oficinas en Londres, es preciso que el espacio tenga la uniformidad y la transparencia del dinero. Esta es la razón de que los elementos estilísticos de los edificios de la nueva economía se hayan convertido en lo que Ada Louise Huxtable llama "arquitectura epidérmica": la superficie del edificio emperifollada mediante el diseño, y su interior progresivamente más neutral y más susceptible de una reconfiguración instantánea».
Creo que se percibe con claridad la idea que intento transmitir: algo que está desde su origen concebido para el reciclaje es algo que está desde su origen concebido como basura. Y esto –el estar originariamente concebidas para el reciclaje– es lo que caracteriza tanto a la objetividad como a la subjetividad contemporáneas. En rigor, el proceso por el cual algo se convierte en basura puede ser descrito como un proceso de descualificación: las cosas se vuelven basura cuando su servicio hace que pierdan las propiedades que las califican como siendo estas o aquellas cosas, tales y cuales, y se convierten únicamente en esa "cosidad" fluida y sin cualidades que se acumula en los vertederos y cuya regeneración pasa, según diríamos, por lograr que vuelva a adquirir las propiedades perdidas, que recupere su cualidad y su calidad. Como este proceso es el que se ha revelado imposible de llevar a cabo (es decir, como es imposible reciclar al ritmo que se desperdicia), la única manera de mantener el tipo –y esta es la genial idea de la que estamos hablando– es que las cosas carezcan originalmente de propiedades (es decir, que sean originariamente basura, sin que su conversión en basura derive del desgaste generado por el uso), o sea, que sean de antemano reciclables y, por tanto, pertenecientes a la "cosidad" fluida y descualificada, que es la que ahora –de acuerdo con la estrategia-basura del "nuevo paradigma"– hemos de experimentar, no como una forma de cosidad degradada y "sucia", cosa de vertedero y material de escombrera, sino como la forma superior de la objetividad, la cosa de lujo y limpia por excelencia, pues es lo inmediatamente reciclable. Y, al contrario, son las cosas cualificadas, como el Chanin Building, las que resultan desesperadamente obsoletas por irreciclables, las que se convierten en basura en el sentido peyorativo y "sucio" de la expresión, de mal gusto y pasadas de moda, las que, por tener entidad en sí mismas, se resisten a la reformulación y la recualificación.
Es preciso, pues, que la producción sea ya en su origen, no producción de mercancías, sino producción de basura, producción de reciclables. Y hay que tener en cuenta que el reciclaje no puede concebirse, entonces, como una genuina recualificación o reparación de las cosas; la cosa reciclada es la cosa que ha recuperado sus propiedades y que, por ello mismo, se resiste al reciclaje; la cosa reciclada ha de ser entendida más bien como la cosa convertida en reciclable, es decir, apta para recibir cualidades que sólo pueden ser cualidades-basura, inmediatamente reciclables y reformulables, transformables en cualesquiera. Y es preciso, igualmente, que este proceso no afecte únicamente a la objetividad sino también a la subjetividad, tanto más cuando las cosas modernas por excelencia son aquellas cuya objetividad –cuyo "valor"– procede de la "subjetividad". Bien pensado, era elemental: es exactamente lo mismo que se ha venido haciendo, al menos desde el siglo XVII, con el trabajo en general, y la razón por la cual han dejado de existir de facto (aunque sobre el papel se mantenga el arcaísmo) los empleos especializados y las profesiones más o menos libres, en la medida en que todas ellas se vuelven comparables en términos de horas laborables. «La indiferencia respecto del trabajo determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un trabajo a otro y en la cual el género determinado del trabajo es fortuito y, por consiguiente, les es indiferente», así decía Marx. Y le parecía un gran progreso. Recordaba hace poco (Juan Pablo II, 22 de Abril de 2006) Rafael Sánchez Ferlosio que «la apología positiva del "trabajo" en sí mismo y por sí mismo surgió con el capitalismo y su necesidad de mano de obra, y fue enseguida recogida sin rechistar por el marxismo; la exaltación del trabajo –sin determinación de contenido– como virtud moral se desarrolló como la más perversa pedagogía para obreros». Es decir, la exaltación del trabajo sin determinación de contenido es en sí misma la exaltación del trabajo-basura. Esto es lo mismo que hoy sucede con la exaltación del "conocimiento" (abstracción hecha de toda cualificación, es decir, del conocimiento-basura) en fórmulas como la recurrente "sociedad del conocimiento", surgida sin duda de las nuevas necesidades de mano de obra –sólo un 10% de la misma se dedica hoy a la fabricación de mercancías en los EE.UU., según recordaba también hace poco Anthony Giddens (Mejorar las universidades europeas, 10 de Abril de 2006)–, pero en seguida abrazada por la izquierda (como lo prueba el caso del propio Giddens) como «la más perversa pedagogía para obreros» del siglo XXI, esos nuevos obreros que constituyen el 90 % principal de la fuerza de trabajo en los países más desarrollados.
Empezó la cosa por un cambio terminológico en apariencia simplemente técnico: en lugar de tener asignaturas, las carreras universitarias empezaron a tener créditos. La denominación parecía sospechosa (¿por qué precisamente créditos y no "materias", o "conocimientos" o incluso "horas lectivas"? A pesar de la evidente analogía financiera, nadie se inquietó demasiado), pero de momento esto sirvió para introducir subrepticiamente en el orden del saber un nuevo aparato de medida que, como por arte de magia, conseguía tornar equivalentes cosas que antes no parecían poder serlo de ningún modo, como la arqueología maya y la bioquímica molecular, pongamos por caso, puesto que tanto la una como la otra se dejaban traducir a un número de créditos, es decir, de horas contantes y sonantes y, por tanto (he aquí el quid de la analogía monetaria), de dinero por unidad de tiempo. Si la descualificación del trabajo se consideró como un progreso, ¿cómo no ha de ser un progreso la indiferencia respecto de todo conocimiento determinado –historia medieval, anatomía patológica o física de la materia condensada–, que corresponde a una sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un conocimiento a otro y en la que el género determinado de conocimiento es fortuito y, por consiguiente, les es indiferente?
De modo que, contra toda apariencia, "sociedad del conocimiento" no significa nada parecido a "sociedad de la ciencia": cuando Giddens afirma que «en las actuales economías avanzadas más del 80% de la mano de obra trabaja en los sectores de producción de conocimientos» no está verosímilmente queriendo decir que ese porcentaje de los empleados esté constituido por científicos; más bien nos indica que éste es el eufemismo (trabajadores del sector de producción de conocimientos) que conviene al proletariado de nuestro tiempo (los trabajadores-basura). Por eso es una contradicción de su argumento el sostener que esta situación supone el ocaso de la mano de obra no cualificada. Al contrario, este conocimiento es precisamente un flujo descualificado (y en su apología se trata solamente de eso, de que fluya sin barreras ni cortapisas de "especialidades" ni de organización intelectual, es decir, sin apego a cualidad alguna) en el que vienen a disolverse como en una caldera todas las ciencias y todos los saberes más o menos sistemáticos antaño impartidos en las universidades y en las escuelas y hoy descompuestos y como estallados en "competencias" y "habilidades" que campan libremente y sin constricción alguna que no sea la de su medida en "créditos", como lo certifica el hecho (en esto, como en todo, hay que fijarse siempre en los que van por delante) de que el organismo estatal encargado de administrar la instrucción pública en el país en donde profesa Giddens ya haya dejado de llamarse "Ministerio de educación y ciencia" para denominarse "Ministerio de educación y habilidades (skills)". Que se encargue a las universidades la enseñanza de estas "habilidades" neoproletarias –es decir, que se exija la descualificación de las ciencias y la descomposición de los saberes científicos en las competencias requeridas en cada caso por un mercado empresarial que configura la turbina a la que se engancha la "caldera" del conocimiento–, y que además se destine a los individuos a proseguir esta "educación superior" a lo largo de toda su vida laboral (longlife education, cadena perpetua) es algo ya de por sí suficientemente expresivo: solamente una mano de obra (o de "conocimiento") completamente descualificada –es decir, producida originalmente como basura reciclable– es apta para recibir una cualificación en sí misma descualificada y descualificante, y solamente una cualificación que no es más que cualificación-basura, es decir, que no cualifica más que efímera y superficialmente (una cualificación epidérmica), necesita estar sometida a este proceso de manera permanente. Pero en ese caso no está nada claro en qué consistiría la "superioridad" de la educación superior (y acaso por ello Giddens la llama sintomáticamente "educación post-secundiaria", es decir, una prolongación indefinida de la enseñanza media): como confiesa el propio Giddens, «muchos [profesores jóvenes] se sienten hoy atraídos por trabajos –como los de la industria y de la banca– que en mi generación (con nuestros esnobismos) ni siquiera nos habríamos planteado [los profesores universitarios]», lo que es un modo de admitir que la educación superior no ha perdido su superioridad sobre la industria y la banca solamente por la desaparición del "esnobismo" juvenil (¿por qué se ha esfumado ese esnobismo?) sino más bien en la medida en que se ha convertido en un subsector de la "producción de conocimientos" para la industria y la banca.
Sucede, en fin, que la época en la cual la subjetividad se ha vuelto más inestable, elástica, flexible y modulable, es también la era en la cual la identidad se ha convertido en la más tiránica y rígida de las exigencias individuales, en el más grave de los problemas políticos. Y es como si cada enclave edificado en las calles debiera ser, al mismo tiempo, una seña de identidad inconfundible y un espacio infinitamente remodelable, es decir, una zona cero.
Conferencia en el ciclo Distorsiones Urbanas de Basurama06.
La Casa Encendida. Madrid, el 17 de mayo de 2006.
1. «Aquí me veis, viajero / de un tiempo que se pierde en la espesura / del paso y el me da lo mismo... pero / nunca fue tan hermosa la basura» (Juan Bonilla, "Treintagenarios", en Partes de Guerra, Pre-textos, Valencia, 1994, p. 27).
La lucidez de José Luis Pardo es, desgraciadamente abrasadora. Cuando levantamos el velo y nos encontramos con el otro lado, sólo se nos revela... la basura. Desde la preocupación por la Universidad, ahora mismo prioritaria para nosotros (aunque no es solo ni principalmente eso, lo sabemos demasiado bien), se nos impone esta nueva vida-basura tan maravillosa que no hay siquiera que reciclar: es ya, por si misma, como tal si se quiere, un deshecho. Algo que ha dejado de estar fabricado para ser no un resto (Derridá se removerá allá donde esté, o una ceniza), sino pura y simplemente, una gran MIERDA. La tristeza o la desesperanza, pero sobre todo la toma de conciencia sobre la inutilidad de mostrar la mentira me atenaza, OJOS QUE NO [QUIEREN] VEN[R] decía alguien a quien, más que probalemente, no se sepa ubicar... Y al final: the rest is silence. Si señores de las direcciones de tantas cosas... JV.
* * *
Evidentemente (evidencia de «videre», y ya decía Picasso que en «su» actualidad había educación de todo tipo, excepto una educación del mirar, que nosotros asociamos a saber ver), uno puede ser más o menos consciente de este «mundo-basura» en el que nos movemos , donde fluye, probablemente sin límite, como en esos vertederos llenos en exceso en los que los desperdicios cobran vida deslizándose acuosamente en su no-lugar, un ambiente probablemente basura en el seno del cual se toman decisiones-basura que determinarán un flujo-basura acorde con lo que parece que intrínsecamente caracteriza a nuestro mundo, la basura. Mundo-basura que es basura en sí. Y basura como aquello, nos dice Pardo, en lo que parece haber habido un error en el etiquetaje de su traslado como equipaje, la señorita o señorito encargados de extraer una etiqueta de la secuencia impuesta por una máquina no sé si basura, y superponerla sobre la cosa, adosarla a su piel, adherirla, han cometido un error; o bien el error viene de la propia máquina asignadora de un cierto destino. Y así la cosa pierde su destino y se convierte en basura. Un mundo encerrado en un habitáculo de objetos perdidos. Nada tiene su sitio, nada está en su destino. Se ha producido un desarraigo generalizado, una desubicación consciente, un proceso de no-referencia. Probablemente la sensación de familiaridad que caracteriza al lugar tenga que ver con esa sensación de tranquilidad que se desprende cuando uno se siente orientado, familiarizado con unas ciertas referencias, ya sean universales, objetivas o particulares, subjetivas: uno se siente «a salvo», quiere decir, uno se siente en casa, en su hogar (heim), en su sitio correspondiente y probablemente ese sea «su secreto»(heimlich), sus referencias implícitas, tácitas, mantenidas y paradójicamente compartidas por todos. Pero en ese proceso de desarraigo, de desubicación, de desaparición de todo modelo referencial, en ese sentir generalizado de incorrección en el destino, de falta de destino, de error in the path, de no encontrar el sendero que me conduzca al archivo buscado, hay algo de cuestionamiento generalizado. Probablemente entre esos desarraigos, entre esas situaciones inquietantes (unheimlich) en torno a la falta referencial, entre esos cuestionamientos, hay algo de situación out of game, o incluso out of system. Quizás es el tiempo, entonces, de salirse del sistema, del fuera de juego, para, no sé si desde fuera, o más próximamente desde los márgenes, o más opuestamente desde los límites, o , como parece demandarnos la realidad desarraigada, fuera de destino, la realidad-basura, desde un no-lugar en el no-lugar, la basura en la basura y desde la basura, empezar. mO.
jueves, 25 de octubre de 2007
Márgenes
Colgamos aquí el programa de un Seminario de investigación que organizan los doctores Begoña González Cuesta y Miguel Martínez Anton en la IE Universidad, creemos que muy interesante. Ha comenzado la semana pasada, y se extenderá hasta enero de 2008, con el objeto de hablar de, como su título indica, un pensamiento (o muchos) posible de o desde el o los márgenes.
La Universidad está en marcha.
domingo, 21 de octubre de 2007
Newsmap
Disfrutadlo!
sábado, 20 de octubre de 2007
Arquitectura boloñesa...
Adjuntamos una carta abierta de la decana del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, breve, pero que centra con rapidez algunos puntos en torno a las nuevas tuitulaciones derivadas del llamado proceso de Bolonia en relación a la titulación de Arquitectura. El debate que ha estallado es complejo, sobre todo por la presencia de actitudes no precisamente transparentes en los procesos y en realidad por todas las partes implicadas. Conviene visitar también la página oficial del Colegio Oficial de Arquitectos de Sevilla, www.coasevilla.org, donde hay más información. Las valoraciones no son fáciles, pero desde luego extraña la precipitación y el secretismo con que ha conducido el proceso el Ministerio, desdiciéndose a escondidas de cosas pactadas timpo ha. La actuación del Consejo Superior de Colegios de Arquitectos tampoco parece clara, por su aparente desinterés y falta de claridad. Mientras, las Escuelas de Arquitectura, con una postura clara acerca de la duración de estudios, sin embargo no se han embarcado en un proceso real de renovación de un título, el de arquitecto, más necesitado que nunca de ello. Al final, como siempre, quien más pierde la propia arquitectura, no olvidemos, aquélla que construye nuestra relación inmedita con el mundo. Preocupante, desde luego. JV.
lunes, 15 de octubre de 2007
Derrida | Adami | Nancy
DERRIDA DA CAPO
Jean-Luc Nancy
Texto publicado en la revista Hermés n.º 42 de 2005. Traducción de Manuel Arranz en «Cada vez única, el fin del mundo», Valencia, Pre-Textos, 2005. Edición digital de Derrida en Castellano.
El dios de la escritura no se deja asignar un lugar fijo en el juego de las diferencias. Astuto, inasequible, disfrazado, conspirador, farsante, como Hermes, no es ni un rey ni un paje, una especie de comodín más bien, un significante disponible, una carta neutra, que da juego al juego.
J. D
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¿Es posible, en un homenaje inevitablemente demasiado corto, situar el pensamiento de Derrida reconociéndole su singularidad sin estar obligado a analizarlo? ¿Es posible intentar hablar menos del contenido de su pensamiento que de su movimiento, de su moción —incluso de su emoción?
De eso a lo que llamamos “filosofía”, ¿cuál habrá sido su interpretación? ¿Qué voz le habrá prestado? Al menos una cosa es segura: no es un intérprete en el sentido habitual de una “hermenéutica” que reside en una presunción de sentido disponible. Lo es como un Hermes portador de mensajes que el mismo hecho de transportarlos modula, que sus envíos diseminan de entrada sin dejar tras ellos ningún remitente identificable. Y de este Hermes es de quien hay que intentar hacer un esbozo.
Si la metafísica es de hecho la ciencia del ser en cuanto ser y/o de los principios y de los fines según los cuales se ordena el ser, si ella es esta arjontología cuya mot-valise ofrecemos aquí con una sonrisa a la memoria de aquel a quien tanto le gustaba jugar con estas crasis —aquí el onto del genitivo complemento de “onto-logía” se contrae en la desinencia participial de “arcontado”— y si alguna vez en su historia la filosofía se ha dedicado en última instancia a trabajar, transformar, desplazar, refundar, desfondar, de-construir o replantear la definición misma o la posibilidad del objeto de semejante ciencia (y con ella la definición o la posibilidad de su sujeto, ya sea la filosofía misma o el filósofo que la produce, que la enuncia o que la dirige), entonces no nos queda más remedio que reconocer que Derrida sólo ha tenido una preocupación: replantear la metafísica da capo.
De este modo no ha hecho más que lo que hace cualquier filósofo en cuanto filósofo, incluso cuando se aleja él mismo de las posiciones heredadas a título de la “filosofía”, incluso cuando parece huir de ellas o subvertirlas para trasladarse a sí mismo a otra parte distinta a la filosofía. Porque no hay concretamente ningún “dentro” de la filosofía, más que con la condición de que ésta permanezca atenta a la posición de su objeto, que le prohíbe precisamente presuponer cualquier “posición” que sea de este objeto del que se exige que preceda cualquier objetividad posible y que se preceda por tanto a sí mismo para finalizar —o mejor aún, para comenzar.
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Da capo: desde el principio, desde la cabeza, el principio o el origen. Esta notación musical exige la repetición de un aire, de una frase o de un fragmento, ya sea a partir de su final, o en el transcurso de su realización y antes que una o varias repeticiones conduzcan a una conclusión. Sin estar en condiciones de afirmar si Derrida llegó o no a utilizar esta expresión, echamos mano de ella aquí de buen grado como si fuera una indicación que tuviéramos que descifrar e interpretar para acercarnos a su obra.
Por lo demás, esta observación no se limitaría a él solo, y puede ser hecha a propósito de los grandes movimientos del pensamiento del siglo XX, más concretamente, como resulta evidente, del pensamiento tan diferente y tan próximo de Deleuze, después de que cada uno de ellos se haya alzado sobre el fondo de otras grandes repeticiones da capo, las de Husserl y la de Bergson. Por eso no hay que olvidarse de volver a decir lo que ya se ha dicho antes, a saber, que ese movimiento de repetición, de recomienzo, especialmente sensible y representado como tal —anotado, podríamos decir para seguir con la imagen de la partitura musical— en el pensamiento del siglo XX, no hace al mismo tiempo nada más que poner al día y anotar expressis verbis y a título de precepto una necesidad estructural o pulsional (como se prefiera) de la filosofía en cuanto metafísica. Ahora bien, la filosofía siempre fue metafísica, y lo fue mucho antes de que esa palabra “metafísica” sirviera para designar determinados cursos de Aristóteles: luego, por una singular maldad del destino de las palabras y de la filosofía, no hemos dejado de trabajar (para apuntalarlo o para destruirlo) el concepto creado involuntariamente por esa palabra.
A saber el concepto de aquello que meta ta physica, después o además de las cosas dadas y disponibles, sostiene, hace posible, precede, legitima o arruina la posibilidad o la necesidad de esas cosas mismas en cuanto que están dadas y disponibles. El concepto de lo que precede a Hermes.
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Repetir da capo la metafísica es volver a poner en juego lo que puede ser ese “además” —además del ser-dado, además del mundo-ahí-presente-. Y de hecho, repitámoslo. el motto más frecuente del siglo XX habrá sido la frase de Wittgenstein de que “el sentido del mundo está fuera del mundo” dando por sentado que no hay nada fuera del mundo.
Repetir da capo en general no es simplemente volver a la identidad, es volver a poner en juego la ejecución, darle colorido, adornarla o vocalizarla de una manera diferente. Da capo no equivale a “desde el principio”, a no ser que pidamos al principio que comience de otro modo.
Allí donde otros han podido repetir el comienzo no comenzando en absoluto. tomando en marcha el pensamiento siempre inmerso en su propio flujo y/o en el del “ser” (aunque él mismo no sea más que flujo), algunos por el contrario, no han cesado de retomar el comienzo como tal y de dirigirse a él o ser ellos mismos requeridos por él en tanto en cuanto es necesariamente anterior a cualquiera.
Éste es el linaje del que procede Derrida. Es el linaje de la arjontología como tal, si puede decirse así. Es el pensamiento que procede de una nueva puesta en juego del principio y con él del ser (del principio, fundamento o naturaleza del ser y del ser, carácter o tenedor del principio). En el principio, el principio no está dado. Y quizás, sin duda no lo estará jamás.
Husserl había empezado exigiendo en todas partes y por todos los conceptos la posibilidad de remontarse a lo originario: a ese alemán que nosotros traducimos por arje— y que sin duda después del Urphänomen de Goethe representaría la asignación “arjóntica” buscada allí donde la instancia primordial se ha borrado, creadora del mundo y fundadora de un sentido- . El arje husserliano aparece ya como el movimiento de una remontada interminable en línea recta ya que está abocada a reconstituir la posibilidad de la constitución misma. Heidegger la sustituye por la originalidad en tanto en cuanto éxtasis, salto o resurgir fuera de (Ur-sprung). Derrida, que retoma por su cuenta el uso del “arje”, le confiere un carácter menos extático que distendido, separado de sí mismo: el origen no está en sí mismo y no tiene lugar, salvo si se aparta de sí mismo.
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El elemento o la dimensión que sustenta este movimiento del pensamiento se remonta nada menos que a Kant, y se denomina el tiempo. El tiempo es lo que se ha convertido en cierto modo en lo dado primordial (o en la donación del arje y del ser con ella) a partir del punto de inflexión que retira la referencia exterior al mundo de un dios y/o de un sujeto cosmoteoro. El mundo ya no es visible como si estuviera sobre un teatro, la visibilidad es del orden de lo que cambia, de lo móvil, del cine.
Pero mientras que antes de él el pensamiento se esfuerza por atrapar el paso del tiempo, por introducirse en la duración o en su resurgimiento, Derrida sostiene por el contrario que no hay concepto “no vulgar” del tiempo, y que el presente, el instante presente, es su única asignación –para toda la metafísica en tanto en cuanto pensamiento del ser-presente (arjontología del ser como tal, es decir, en su subsistencia) –. Implícitamente, pone por tanto en duda que el tiempo originario de Heidegger esté realmente sustraído a esta subsistencia.
Considera entonces en el presente aquello que siempre ha formado su carácter insostenible, irremediablemente huidizo, desde Aristóteles y Agustín a Heidegger: a saber, su distensión interna. El tiempo le es necesario al instante presente, especialmente a aquel de una presencia a si, como la de una “consciencia”, por ejemplo. El presente necesita al tiempo para presentarse –para estar presente.
La arjontología gira en torno a este punto –que precisamente no es ningún punto–. El origen se precede y se sucede irresistiblemente, mientras que el ser ya no puede ser “en tanto en cuanto tal” subsistente. Con Heidegger, Derrida “tacha” el ser.
El ser ya no es como tal, sino que es el ser que es –podíamos decir reuniendo juntos el motivo parmenideano del “es” y el motivo heideggeriano del “Dasein”–. Derrida ni siquiera conserva, o muy poco, el nombre del ser. Se atiene al procedimiento por el que ha habido que señalarlo a falta de significarlo: la “tachadura”. Aquí la arjontología se convierte en gramatología.
5
Grama, grafo, trazo y escritura –porque la tachadura es un trazo hecho sobre el nombre y en consecuencia sobre el sentido–. Es un trazo que lo barra o que lo borra, que lo altera. El sentido no se concentra ni se repite, ni en su origen ni en su fin. Derrida habla de arjescritura. Hay que entender que la “escritura”, aquí, se superpone al “arje” en su trazado, mientras que el trazo mismo tiene como característica o como esencia, si puede hablarse así, el no subsistir (al final. aunque sea infinito, el trazo acaba borrándose). Hay que entender también que la “escritura” –pensada de este modo en los términos de Blanchot– no opone la letra escrita al verbo hablando, sino que indica el régimen del sentido en la différance, mediante la casi-palabra cuyo desarrollo está contenido en el trabajo de Derrida.
Con esta palabra francesa différance, en cuyo interior una a introduce mediante un barbarismo, el aplazamiento o la postergación infinita, la posibilidad de aislar y de identificar las diferencias, o más exactamente los términos diferentes en cada extremo de una diferencia, desaparece. La différance suspende la diferencia tanto como la identidad. La huella no es el signo: señala que más bien que algo, o bien, de algo señala que ese algo ha pasado por ahí, no que está ahí ni que subsiste en alguna otra parte. El algo se adelanta en cierta manera a la cosa.
Pero todo esto no es más que un da capo: la filosofía ha sabido siempre que la identidad y con ella la diferencia que la distinguiría fijándola se oculta en el reconocimiento identitario. Es decir, en la colación de una “razón suficiente” y de una esencia de su ser. Esto puede leerse en Platón, en Descartes, en Rousseau, Kant, Hegel o Marx. Derrida no hace más que replantear y vocalizar de otro modo su profunda melodía.
El ser “que es”, el ser-siendo en definitiva y no el ser “del” siendo, un “ser tal que descarta definitivamente cualquier posibilidad de confundirse a su respecto, como por ejemplo lo hizo Lévinas al principio, o mejor aún, “que el ser es”, “que hay algo”, se retira de cualquier subsistencia y descubre un huella en lugar de un sentido. Y puesto que la huella se borra, el sentido se pierde sin llegar a realizarse. Derrida designa entonces lo que él llama la “aporía”: la ausencia de solución, de salida, de realización o de saturación.
Pero la aporía no es un callejón sin salida. Incluso debemos decir que es la finitud del mismo infinito. Y debemos añadir a continuación que nos sentimos responsables de ello. En realidad sólo lo somos de eso, y la filosofía no es otra cosa que el enunciado de esta responsabilidad y el compromiso con ella. Aunque en un sentido dado no nos sentimos responsables: ya que se ha dado la respuesta por adelantado a esto o a lo otro y a que o a quien se refiere. Pero en un sentido no dado y que por eso mismo escapa al sentido –al sentido sensato del sentido, de la diseminación que afecta a toda posibilidad de sentido en su envío incluso y como su envío–, hay necesariamente responsabilidad.
Porque evidentemente existe un riesgo y falta de seguridad. Derrida habrá sido el pensador de lo “indecible” porque pretendió anudar en su pensamiento la retirada original del origen, el “que” del ser en lugar de la onticidad, y la desaparición de la huella en la verdad. Con estas condiciones, la decisión adquiere su peso y su precio irremplazables.
6
Da capo: la metafísica se ha abierto siembre al afuera del mundo. Volver a representarla, a interpretar de nuevo, significa cada vez modular de nuevo ese afuera –ese otro. Derrida quería pensar al otro de tal manera otro que nada ni nadie pudiera identificarle. Quería pensar a la vez que ese otro no está en ninguna parte –ningún trasmundo, por supuesto, ninguna salida, ningún saludo, ninguna resolución de tensiones– y que ese mismo otro es siempre infinitamente más otro que cualquier alteridad pudiera hacer pensar. No hay “el Otro hubiera podido ser una máxima suya, si hubiera escrito con máximas. Pero él escribía al contrario, con giros y rodeos, como persiguiendo infinitamente un agotamiento de los posibles que habría replanteado continuamente de nuevo una posibilidad infinita, semejante en esto a una imposibilidad sin embargo inidentificable como tal –aunque incondicional–. Incondicionalmente es imposible fijar el ser y el sentido.
No hay Otro porque en general no hay propio ni propiedad que no sean de entrada puestos en juego y por tanto propiamente expropiados como él decía. Sin embargo la alteridad, la alteración no dejan de inscribir y de borrar sus huellas con el mismo movimiento –que es el movimiento del mismo.
Derrida habrá vuelto a tocar el origen: da capo le habrá abierto la boca, la fuente, para tratar de familiarizarse y de familiarizarnos con eso, que nos viene de nuestra historia, que viene por delante de nosotros en nuestra historia, y que es precisamente la ruptura del movimiento concebido como proceso, incluso como progreso del siendo en la luz de un ser cuya Historia, precisamente, habría sido la última subsistencia. Una Historia semejante, todavía en proceso tanto en Husserl como en Sartre y quizá incluso en Heidegger, es aquella cuya consistencia –recapituladora de la historicidad misma, del devenir y del advenir, del acontecimiento –cede bajo la distensión interna del presente.
No provenimos ni tampoco advenimos más que de una manera que no contiene nunca y siempre el venir. “¡Ven!” sería su palabra y quizás en un sentido su pensamiento más profundo. Ese “¡ven!” no remite a más tarde, no programa una presencia parousica: la ousía o el ser se suspende en ella por completo y se retira de ella. “¡Ven!” es aquí y ahora, en la distensión del instante. En un sentido Derrida dice “¡ven!” a la metafísica misma.
Esta manera de ceder, de romper el curso (del tiempo, del discurso, del sentido), es precisamente lo que vuelve a abrir el origen a él mismo, a su diferencia más propia. Tal es la experiencia nueva y replanteada de la exigencia metafísica (del incondicional postulado de la razón, para decirlo a la manera de Kant, o de la inquietud absoluta del Espíritu, para decirlo a la manera de Hegel). Ni hay principio ni fin, pero siempre hay envío, siempre hay dirección y destinerrancia (como él escribe). Siempre hay un nuevo Hermes, o bien Hermes es siempre otro y se envía de otro modo. Derrida piensa en ese envío, en ese infinito reenvío del envío. Él no dejó nunca de enviarse él mismo, incondicionalmente, generosamente, con obstinación con prodigalidad desconsiderada, excesivamente, imprudentemente, incluso atolondradamente. Da capo, a punto estuvo de perder la cabeza, como la metafísica que siempre ha empezado por perder su meta en el fuera-de-lugar que le está reservado y al que continuamente debemos responder.
Jean-Luc Nancy