Jean-Luc Nancy
Texto publicado en la revista Hermés n.º 42 de 2005. Traducción de Manuel Arranz en «Cada vez única, el fin del mundo», Valencia, Pre-Textos, 2005. Edición digital de Derrida en Castellano.
El dios de la escritura no se deja asignar un lugar fijo en el juego de las diferencias. Astuto, inasequible, disfrazado, conspirador, farsante, como Hermes, no es ni un rey ni un paje, una especie de comodín más bien, un significante disponible, una carta neutra, que da juego al juego.
J. D
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¿Es posible, en un homenaje inevitablemente demasiado corto, situar el pensamiento de Derrida reconociéndole su singularidad sin estar obligado a analizarlo? ¿Es posible intentar hablar menos del contenido de su pensamiento que de su movimiento, de su moción —incluso de su emoción?
De eso a lo que llamamos “filosofía”, ¿cuál habrá sido su interpretación? ¿Qué voz le habrá prestado? Al menos una cosa es segura: no es un intérprete en el sentido habitual de una “hermenéutica” que reside en una presunción de sentido disponible. Lo es como un Hermes portador de mensajes que el mismo hecho de transportarlos modula, que sus envíos diseminan de entrada sin dejar tras ellos ningún remitente identificable. Y de este Hermes es de quien hay que intentar hacer un esbozo.
Si la metafísica es de hecho la ciencia del ser en cuanto ser y/o de los principios y de los fines según los cuales se ordena el ser, si ella es esta arjontología cuya mot-valise ofrecemos aquí con una sonrisa a la memoria de aquel a quien tanto le gustaba jugar con estas crasis —aquí el onto del genitivo complemento de “onto-logía” se contrae en la desinencia participial de “arcontado”— y si alguna vez en su historia la filosofía se ha dedicado en última instancia a trabajar, transformar, desplazar, refundar, desfondar, de-construir o replantear la definición misma o la posibilidad del objeto de semejante ciencia (y con ella la definición o la posibilidad de su sujeto, ya sea la filosofía misma o el filósofo que la produce, que la enuncia o que la dirige), entonces no nos queda más remedio que reconocer que Derrida sólo ha tenido una preocupación: replantear la metafísica da capo.
De este modo no ha hecho más que lo que hace cualquier filósofo en cuanto filósofo, incluso cuando se aleja él mismo de las posiciones heredadas a título de la “filosofía”, incluso cuando parece huir de ellas o subvertirlas para trasladarse a sí mismo a otra parte distinta a la filosofía. Porque no hay concretamente ningún “dentro” de la filosofía, más que con la condición de que ésta permanezca atenta a la posición de su objeto, que le prohíbe precisamente presuponer cualquier “posición” que sea de este objeto del que se exige que preceda cualquier objetividad posible y que se preceda por tanto a sí mismo para finalizar —o mejor aún, para comenzar.
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Da capo: desde el principio, desde la cabeza, el principio o el origen. Esta notación musical exige la repetición de un aire, de una frase o de un fragmento, ya sea a partir de su final, o en el transcurso de su realización y antes que una o varias repeticiones conduzcan a una conclusión. Sin estar en condiciones de afirmar si Derrida llegó o no a utilizar esta expresión, echamos mano de ella aquí de buen grado como si fuera una indicación que tuviéramos que descifrar e interpretar para acercarnos a su obra.
Por lo demás, esta observación no se limitaría a él solo, y puede ser hecha a propósito de los grandes movimientos del pensamiento del siglo XX, más concretamente, como resulta evidente, del pensamiento tan diferente y tan próximo de Deleuze, después de que cada uno de ellos se haya alzado sobre el fondo de otras grandes repeticiones da capo, las de Husserl y la de Bergson. Por eso no hay que olvidarse de volver a decir lo que ya se ha dicho antes, a saber, que ese movimiento de repetición, de recomienzo, especialmente sensible y representado como tal —anotado, podríamos decir para seguir con la imagen de la partitura musical— en el pensamiento del siglo XX, no hace al mismo tiempo nada más que poner al día y anotar expressis verbis y a título de precepto una necesidad estructural o pulsional (como se prefiera) de la filosofía en cuanto metafísica. Ahora bien, la filosofía siempre fue metafísica, y lo fue mucho antes de que esa palabra “metafísica” sirviera para designar determinados cursos de Aristóteles: luego, por una singular maldad del destino de las palabras y de la filosofía, no hemos dejado de trabajar (para apuntalarlo o para destruirlo) el concepto creado involuntariamente por esa palabra.
A saber el concepto de aquello que meta ta physica, después o además de las cosas dadas y disponibles, sostiene, hace posible, precede, legitima o arruina la posibilidad o la necesidad de esas cosas mismas en cuanto que están dadas y disponibles. El concepto de lo que precede a Hermes.
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Repetir da capo la metafísica es volver a poner en juego lo que puede ser ese “además” —además del ser-dado, además del mundo-ahí-presente-. Y de hecho, repitámoslo. el motto más frecuente del siglo XX habrá sido la frase de Wittgenstein de que “el sentido del mundo está fuera del mundo” dando por sentado que no hay nada fuera del mundo.
Repetir da capo en general no es simplemente volver a la identidad, es volver a poner en juego la ejecución, darle colorido, adornarla o vocalizarla de una manera diferente. Da capo no equivale a “desde el principio”, a no ser que pidamos al principio que comience de otro modo.
Allí donde otros han podido repetir el comienzo no comenzando en absoluto. tomando en marcha el pensamiento siempre inmerso en su propio flujo y/o en el del “ser” (aunque él mismo no sea más que flujo), algunos por el contrario, no han cesado de retomar el comienzo como tal y de dirigirse a él o ser ellos mismos requeridos por él en tanto en cuanto es necesariamente anterior a cualquiera.
Éste es el linaje del que procede Derrida. Es el linaje de la arjontología como tal, si puede decirse así. Es el pensamiento que procede de una nueva puesta en juego del principio y con él del ser (del principio, fundamento o naturaleza del ser y del ser, carácter o tenedor del principio). En el principio, el principio no está dado. Y quizás, sin duda no lo estará jamás.
Husserl había empezado exigiendo en todas partes y por todos los conceptos la posibilidad de remontarse a lo originario: a ese alemán que nosotros traducimos por arje— y que sin duda después del Urphänomen de Goethe representaría la asignación “arjóntica” buscada allí donde la instancia primordial se ha borrado, creadora del mundo y fundadora de un sentido- . El arje husserliano aparece ya como el movimiento de una remontada interminable en línea recta ya que está abocada a reconstituir la posibilidad de la constitución misma. Heidegger la sustituye por la originalidad en tanto en cuanto éxtasis, salto o resurgir fuera de (Ur-sprung). Derrida, que retoma por su cuenta el uso del “arje”, le confiere un carácter menos extático que distendido, separado de sí mismo: el origen no está en sí mismo y no tiene lugar, salvo si se aparta de sí mismo.
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El elemento o la dimensión que sustenta este movimiento del pensamiento se remonta nada menos que a Kant, y se denomina el tiempo. El tiempo es lo que se ha convertido en cierto modo en lo dado primordial (o en la donación del arje y del ser con ella) a partir del punto de inflexión que retira la referencia exterior al mundo de un dios y/o de un sujeto cosmoteoro. El mundo ya no es visible como si estuviera sobre un teatro, la visibilidad es del orden de lo que cambia, de lo móvil, del cine.
Pero mientras que antes de él el pensamiento se esfuerza por atrapar el paso del tiempo, por introducirse en la duración o en su resurgimiento, Derrida sostiene por el contrario que no hay concepto “no vulgar” del tiempo, y que el presente, el instante presente, es su única asignación –para toda la metafísica en tanto en cuanto pensamiento del ser-presente (arjontología del ser como tal, es decir, en su subsistencia) –. Implícitamente, pone por tanto en duda que el tiempo originario de Heidegger esté realmente sustraído a esta subsistencia.
Considera entonces en el presente aquello que siempre ha formado su carácter insostenible, irremediablemente huidizo, desde Aristóteles y Agustín a Heidegger: a saber, su distensión interna. El tiempo le es necesario al instante presente, especialmente a aquel de una presencia a si, como la de una “consciencia”, por ejemplo. El presente necesita al tiempo para presentarse –para estar presente.
La arjontología gira en torno a este punto –que precisamente no es ningún punto–. El origen se precede y se sucede irresistiblemente, mientras que el ser ya no puede ser “en tanto en cuanto tal” subsistente. Con Heidegger, Derrida “tacha” el ser.
El ser ya no es como tal, sino que es el ser que es –podíamos decir reuniendo juntos el motivo parmenideano del “es” y el motivo heideggeriano del “Dasein”–. Derrida ni siquiera conserva, o muy poco, el nombre del ser. Se atiene al procedimiento por el que ha habido que señalarlo a falta de significarlo: la “tachadura”. Aquí la arjontología se convierte en gramatología.
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Grama, grafo, trazo y escritura –porque la tachadura es un trazo hecho sobre el nombre y en consecuencia sobre el sentido–. Es un trazo que lo barra o que lo borra, que lo altera. El sentido no se concentra ni se repite, ni en su origen ni en su fin. Derrida habla de arjescritura. Hay que entender que la “escritura”, aquí, se superpone al “arje” en su trazado, mientras que el trazo mismo tiene como característica o como esencia, si puede hablarse así, el no subsistir (al final. aunque sea infinito, el trazo acaba borrándose). Hay que entender también que la “escritura” –pensada de este modo en los términos de Blanchot– no opone la letra escrita al verbo hablando, sino que indica el régimen del sentido en la différance, mediante la casi-palabra cuyo desarrollo está contenido en el trabajo de Derrida.
Con esta palabra francesa différance, en cuyo interior una a introduce mediante un barbarismo, el aplazamiento o la postergación infinita, la posibilidad de aislar y de identificar las diferencias, o más exactamente los términos diferentes en cada extremo de una diferencia, desaparece. La différance suspende la diferencia tanto como la identidad. La huella no es el signo: señala que más bien que algo, o bien, de algo señala que ese algo ha pasado por ahí, no que está ahí ni que subsiste en alguna otra parte. El algo se adelanta en cierta manera a la cosa.
Pero todo esto no es más que un da capo: la filosofía ha sabido siempre que la identidad y con ella la diferencia que la distinguiría fijándola se oculta en el reconocimiento identitario. Es decir, en la colación de una “razón suficiente” y de una esencia de su ser. Esto puede leerse en Platón, en Descartes, en Rousseau, Kant, Hegel o Marx. Derrida no hace más que replantear y vocalizar de otro modo su profunda melodía.
El ser “que es”, el ser-siendo en definitiva y no el ser “del” siendo, un “ser tal que descarta definitivamente cualquier posibilidad de confundirse a su respecto, como por ejemplo lo hizo Lévinas al principio, o mejor aún, “que el ser es”, “que hay algo”, se retira de cualquier subsistencia y descubre un huella en lugar de un sentido. Y puesto que la huella se borra, el sentido se pierde sin llegar a realizarse. Derrida designa entonces lo que él llama la “aporía”: la ausencia de solución, de salida, de realización o de saturación.
Pero la aporía no es un callejón sin salida. Incluso debemos decir que es la finitud del mismo infinito. Y debemos añadir a continuación que nos sentimos responsables de ello. En realidad sólo lo somos de eso, y la filosofía no es otra cosa que el enunciado de esta responsabilidad y el compromiso con ella. Aunque en un sentido dado no nos sentimos responsables: ya que se ha dado la respuesta por adelantado a esto o a lo otro y a que o a quien se refiere. Pero en un sentido no dado y que por eso mismo escapa al sentido –al sentido sensato del sentido, de la diseminación que afecta a toda posibilidad de sentido en su envío incluso y como su envío–, hay necesariamente responsabilidad.
Porque evidentemente existe un riesgo y falta de seguridad. Derrida habrá sido el pensador de lo “indecible” porque pretendió anudar en su pensamiento la retirada original del origen, el “que” del ser en lugar de la onticidad, y la desaparición de la huella en la verdad. Con estas condiciones, la decisión adquiere su peso y su precio irremplazables.
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Da capo: la metafísica se ha abierto siembre al afuera del mundo. Volver a representarla, a interpretar de nuevo, significa cada vez modular de nuevo ese afuera –ese otro. Derrida quería pensar al otro de tal manera otro que nada ni nadie pudiera identificarle. Quería pensar a la vez que ese otro no está en ninguna parte –ningún trasmundo, por supuesto, ninguna salida, ningún saludo, ninguna resolución de tensiones– y que ese mismo otro es siempre infinitamente más otro que cualquier alteridad pudiera hacer pensar. No hay “el Otro hubiera podido ser una máxima suya, si hubiera escrito con máximas. Pero él escribía al contrario, con giros y rodeos, como persiguiendo infinitamente un agotamiento de los posibles que habría replanteado continuamente de nuevo una posibilidad infinita, semejante en esto a una imposibilidad sin embargo inidentificable como tal –aunque incondicional–. Incondicionalmente es imposible fijar el ser y el sentido.
No hay Otro porque en general no hay propio ni propiedad que no sean de entrada puestos en juego y por tanto propiamente expropiados como él decía. Sin embargo la alteridad, la alteración no dejan de inscribir y de borrar sus huellas con el mismo movimiento –que es el movimiento del mismo.
Derrida habrá vuelto a tocar el origen: da capo le habrá abierto la boca, la fuente, para tratar de familiarizarse y de familiarizarnos con eso, que nos viene de nuestra historia, que viene por delante de nosotros en nuestra historia, y que es precisamente la ruptura del movimiento concebido como proceso, incluso como progreso del siendo en la luz de un ser cuya Historia, precisamente, habría sido la última subsistencia. Una Historia semejante, todavía en proceso tanto en Husserl como en Sartre y quizá incluso en Heidegger, es aquella cuya consistencia –recapituladora de la historicidad misma, del devenir y del advenir, del acontecimiento –cede bajo la distensión interna del presente.
No provenimos ni tampoco advenimos más que de una manera que no contiene nunca y siempre el venir. “¡Ven!” sería su palabra y quizás en un sentido su pensamiento más profundo. Ese “¡ven!” no remite a más tarde, no programa una presencia parousica: la ousía o el ser se suspende en ella por completo y se retira de ella. “¡Ven!” es aquí y ahora, en la distensión del instante. En un sentido Derrida dice “¡ven!” a la metafísica misma.
Esta manera de ceder, de romper el curso (del tiempo, del discurso, del sentido), es precisamente lo que vuelve a abrir el origen a él mismo, a su diferencia más propia. Tal es la experiencia nueva y replanteada de la exigencia metafísica (del incondicional postulado de la razón, para decirlo a la manera de Kant, o de la inquietud absoluta del Espíritu, para decirlo a la manera de Hegel). Ni hay principio ni fin, pero siempre hay envío, siempre hay dirección y destinerrancia (como él escribe). Siempre hay un nuevo Hermes, o bien Hermes es siempre otro y se envía de otro modo. Derrida piensa en ese envío, en ese infinito reenvío del envío. Él no dejó nunca de enviarse él mismo, incondicionalmente, generosamente, con obstinación con prodigalidad desconsiderada, excesivamente, imprudentemente, incluso atolondradamente. Da capo, a punto estuvo de perder la cabeza, como la metafísica que siempre ha empezado por perder su meta en el fuera-de-lugar que le está reservado y al que continuamente debemos responder.
Jean-Luc Nancy
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