viernes, 4 de enero de 2008

Los perversos superpoderes del pop

Publicamos aquí una versión extendida del texto de igual título publicado en Arquitectura COAM nº350. JV.

Los perversos superpoderes del pop

En respuesta a Andrés Jaque

Me gustaría hacer algunas apreciaciones al artículo de Andrés Jaque titulado “Nociones de calidad para una sociedad parlamento. Wanna sleep with common people?” aparecido en el número 348 de la revista Arquitectura, pues su lectura me produjo al inicio un cierto malestar, que no sabía a qué atribuir, y que se reveló como el de la irrupción de lo perverso en el aparentemente prestigioso mundo de “lo político”, lo cual me produjo un cierto desasosiego que en alguna medida paso a compartir.

No es que pretenda aquí proponer una revisión de lo político en términos de lo perverso, espacio para lo cual el presente artículo resulta claramente insuficiente y seguramente fuera de lugar (lo cual no quiere decir que no tenga interés el empeño), o que lo perverso tenga aquí una connotación únicamente negativa, sino más bien que surge una sorpresa respecto a los sentidos (y a sus definiciones) que los términos político y calidad presentan en el artículo de Andrés Jaque, que en última instancia creo que lo sustentan, y que, aparentemente pasando desapercibidos, no hacen sino cuestionar el fondo mismo de lo definido. Ahí aparece si quieren ustedes la perversión (entendida no tanto, decimos, como aquello que “causa daño intencionadamente” sino como aquello que “corrompe las costumbres o el orden y estado habitual de las cosas” según el Diccionario de la Real Academia, 21ed., es decir, como aquello que, trabajando por debajo, altera y de hecho subvierte lo aparentemente claro, es decir, el orden establecido). También la paradoja, de que, y de forma probablemente desapercibida, los ejemplos en que se basa la argumentación de todo el artículo, que parecen mostrar las bondades de los sistemas de trabajo del marketing empresarial como instrumentos tendentes al conocimiento y satisfacción de necesidades del integrante de esta nueva sociedad parlamento, lo único que en realidad hacen es anular y reapropiar para una lógica estrictamente económica las aparentes virtudes de la democracia del consumidor. Es decir, inducir una lógica perversa de la que, si bien es posible que no podamos escapar, al menos debemos ser conscientes de sus modos de operación. Algo de lo cual aparece claramente en el texto en nota (8) al que se remite el autor para definir los superpoderes del pop: “me refiero a las técnicas de marketing experiencial para el diseño de productos, democracia aplicada a los objetos, equipamiento ecológico y la teoría de representación política contemporánea”.

Reflexionemos algo sobre los ejemplos que introduce Andrés Jaque. Así en primer lugar el análisis de las acciones tomadas como contraofensiva de marketing de la cadena de supermercados Tesco ante la implantación de la estadounidense Wal-Mart en Reino Unido. A través de dos iniciativas, ambas destinadas de distinta manera a lo que parece el núcleo de la argumentación del artículo: la monitorización, cuanto más instantánea mejor, de los hábitos de compra de los consumidores. En este caso, por una parte mediante la implantación de una tarjeta de fidelización, que a cambio de pequeños descuentos permite conocer datos de las tendencias de compra muy valiosos, y por otra parte mediante técnicas de venta al interior de los supermercados mediante el reposicionamiento de productos. En efecto, parece ser que el funcionamiento de estos mecanismos es impecable, pero lo es, y ahí el problema, desde una lógica únicamente de mercado. Pues, ¿podemos o estamos autorizados a extrapolar esta lógica de oferta y demanda que rige el juego comercial a lo que, a falta de un término mejor, podemos llamar ciudadanos (es decir, al juego democrático)? Este es el punto que encuentro falsario, claro. Puesto que, en gran medida, de lo que se está hablando en estos ejemplos es por una parte del conocimiento de hábitos de compra y por otra de una creación de necesidades cuyo objetivo es, desde luego, el aumento de las ventas. Y ambas lógicas no concuerdan. El que en un mundo cada vez más globalizado dispongamos, por ejemplo en el supermercado, de un cada vez más amplio abanico de productos, no habla en términos absolutos de una mayor diversidad o libertad, sino al revés, de una estandarización y una nivelación a la baja de los hábitos de compra. La llegada al mercado español, o europeo, de variedades de productos alimenticios de distintas partes del mundo, sean papayas, plátanos machos, arroz basmati o frutas procedentes de digamos China, es decir, su internacionalización y globalización, ha redundado, perversamente, en el descenso, de hecho alarmante, de la cantidad de distintas variedades vegetales que se cultivan en el mundo, y eso en el plazo de apenas dos décadas. Es más, sólo aquellos productos susceptibles de alcanzar los estándares fijados por occidente para su venta (durabilidad, aspecto, calibre etc.) podrán ser vendidos en sus mercados, lo que ya de por sí reduce drásticamente el abanico. Es por tanto una mera lógica económica que, si aparentemente incrementa nuestra libertad de elección y descubre y ofrece deseos o ambiciones antes no formuladas, lo hace desde la estricta lógica del mercado, es decir, mediante en último término la anulación de la diversidad y la homogeneización, a la baja, de estas mismas necesidades y deseos creados. Lo cual no parece, desde luego, demasiado democrático.

Descubrir nuevas necesidades por tanto parece una tarea que se aplica a los consumidores, pero no es tan claro que se pueda o se deba hacer sobre los ciudadanos. Y en este sentido, y este es mi punto, las técnicas aplicadas nunca son neutras, que es de lo que parece no darse cuenta Jaque. Es decir, que esta monitorización proveniente de las técnicas de marketing, en mi opinión antes que sobre lo político incide sobre una ficción de lo político, aquella en que se ha sustituido, de forma aparentemente imperceptible el hombre que vive por el hombre que consume.

¿Qué es por tanto lo que estas aparentemente transparentes lógicas de la monitorización encubren? Si la lógica política de la democracia parte de la base del llamado imperio de la ley, es decir, de la igualdad de todos los ciudadanos al interior de este sistema a sus reglas, estas lógicas económicas se aplicarían entonces solo a aquellos que son o pueden ser consumidores, en función de la anulación precisamente de aquélla distinción que hace de la ley social algo distinto de la ley económica. Si, como bien apunta Derrida, la implantación de la ley, la fuerza de la ley, proviene de una cierta ilegalidad, o toma su forma desde un estadio previo a lo legal y por tanto ilegal o alegal (y es una cuestión que atañe muy de cerca incluso a la posibilidad de una deconstrucción), es decir, desde un exterior a lo legal, la lógica de la ley del hogar, del nomos del oikos, es una lógica que no admite, en un sistema como el nuestro, ninguna exterioridad para su funcionamiento. Su lógica es la de la anulación de lo exterior, la del reciclaje y la neutralización de modo que el sistema quede siempre como único marco de operatividad. El lugar aquí de la igualdad de lo político que finamente se filtra de las posiciones expuestas en el artículo, y ya digo que probablemente de forma imperceptible para el autor, no es el de la polis, sino el del mercado, el del círculo de reapropiación permanente de lo económico antes que el de la excepción de lo político. De ahí la paradoja: el mejor conocimiento de los gustos del consumidor, para mejor satisfacerlos, redunda en por una parte la preconcepción de los mismos por parte del mercado (para ofrecerlos al revés como un descubrimiento de la voluntad) y por otra en un control, cada vez más férreo, de este ciudadano ahora consumidor. Es decir, en la implantación de unos métodos y técnicas de control aun mas absolutos que los de cualquier régimen totalitario, pues la lógica de lo económico, ya lo hemos dicho, es inescapable. No hay un afuera.

La pesadilla de 1984 no es entonces la de la vigilancia del pensamiento, anulado en el consumo, sino de la de los hábitos de compra: la creciente red informática y las nuevas tecnologías de control, haciéndonos más libres, precisamente aumentan el control que sobre nosotros tienen, ya no el dictador o el partido, sino los gestores (que no dueños) de los mercados. Los sistemas predictivos tan de moda en la web, desde las propuestas de compra que nos hace Amazon a las radios autoadaptativas y personalizadas, no refuerzan nuestra individualidad y hacen crecer nuestro sentido de la diferencia más que aparentemente, pues lo único que hacen en realidad es totalizar nuestros gustos, y, además, almacenando una ingente cantidad de datos sobre nosotros (no olvidemos que Google guarda todos los datos de las búsquedas que se realizan a través de su popular motor) cuyo uso no autorizado crece sin cesar. O el ejemplo que se propone del etiquetado de productos, en este caso de una bandeja de carne en un supermercado. Y es que pronto tendremos nuevas etiquetas que, mediante un emisor de radiofrecuencia y una mayor capacidad de almacenamiento de datos que los códigos de barras actuales, permitirán no solo una mayor transparencia y trazabilidad del producto hasta que llega al punto de venta (lo cual parece bueno), sino, y si no se desactivan a la salida del punto de venta, un conocimiento y por tanto un control férreo ya no de los hábitos de compra, sino de los hábitos de vida del desprevenido ciudadano. Y ello en el llamado tiempo real, es decir, de forma instantánea. Asusta.

Algo parecido surge cuando tocamos nuestra, cada vez más, desarrollada conciencia social y ecológica desde los parámetros de lo económico. Así por ejemplo, si bien, y no se cuestiona ni la iniciativa ni los resultados, sino la necesaria toma de conciencia de la situación real, cuando hablamos del movimiento conocido como comercio justo, a menudo no parecemos caer en la cuenta de que, en realidad, al aplicar nuestras lógicas de mercado, lo que estamos haciendo, además de ayudar a los productores, desde luego, es reabsorber unas lógicas de vida y producción en el, ya dicho, omniabarcante espacio del mercado. No es que sea esto necesariamente malo, pero hemos de tener al menos en cuenta que lo que surge como una demanda de justicia queda en gran medida anulado como operación mercantil. Y de ello son conscientes las grandes corporaciones mundiales. Porque, y antes ya se ha aludido a ello, el ofrecer a los mercados occidentales, aun lo más directamente posible, productos que proviene de lo que ahora se denomina más eufemísticamente países en vías de desarrollo, lo que hacemos es ofrecer una gigantesca inversión, por ejemplo en transporte y distribución, que necesariamente acapara gran parte del precio final, por lo que, precisamente esta mayor visibilidad redunda en una nivelación de lo ofrecido, como así es percibido por el comprador. Es decir, de nuevo, y por mucho que se intente trabajar sobre las articulaciones y junturas del mercado, lo aparentemente excéntrico pasa en algún momento a ocupar una posición central, que deriva de la búsqueda de la maximización del beneficio en términos económicos. Y además investido de justicia social.

Insisto: si bien es cierto que una re-democratización, como propone Jaque, de nuestras sociedades debe pasar por una necesaria mayor implicación de los ciudadanos en la toma de decisiones y en el control de ellas ya tomadas, y para ello se han de desarrollar unas ciertas técnicas de control (o de auscultación, que no es lo mismo), hay que tener mucho cuidado en deslindar lo que pueden ser pactos de mínimos con lo que esta técnicas de monitorización y control nos ofrecen, y hay que ser, sobre todo conscientes, de la no neutralidad de las mismas técnicas. Si extender la democracia a la experiencia cotidiana es cada vez más necesario, creo sin embargo que el cómo hacerlo no puede pasar por métodos y sistemas que derivan de lógicas económicas y en última instancia de control identitario, y si la fundación del estado moderno, como quería Foucault pasa precisamente por la disposición de cada vez más afinadas técnicas de control de la población, sería precisamente su disolución (por más que probablemente sea imposible) lo que nos permitiría negociar con garantías una, como denomina el autor, sociedad parlamento.

Finalmente, el ejemplo puesto de las reuniones tupperware, aquéllas en las que únicamente se vendían los productos de la marca, ejemplifica claramente estas cuestiones de la las lógicas económicas, desde la creación antes que la satisfacción de necesidades, hasta la puesta en escena como se dice de una red de confianza, cuyo entusiasmo se encuentra muchas veces asociado antes que a la necesidad o bondad del producto a la red de relaciones personales en que su desarrollo se ha gestado. Definir la calidad a partir de redes de confianza de este tipo, además, no redunda sino en una nivelación a la baja de los parámetros de la misma, quedando no como se dice relegada la figura del experto (qué se identifica con la modernidad) sino potenciada por lo que sería la expertización del ciudadano-consumidor, lo que ofrece la falsa figura de una democratización del conocimiento y de los procesos de tomas de decisión.

De esta manera, si los procesos de transacción y negociación solo pueden producirse entre lo distinto, los consensos basados en experiencias compartidas tienden precisamente a anular estas diferencias (lo que facilita desde luego la unanimidad) al precio de una homogeneización, como en el caso de los productos agrícolas citados, que fundamentalmente es una nivelación de mínimos. Llegamos finalmente a la vieja paradoja del experto, entendiendo aquí, claro, por experto al arquitecto del club filatélico que presenta Andrés Jaque, y que nos lleva indefectiblemente a Platón (o lo que es lo mismo, a la fundación de la metafísica de la representación tal como aún la conocemos): y es que, si respecto a los objetos producidos la preeminencia lógica la tiene el usuario, la preeminencia cronológica la ha de tener el productor-experto. El que sabe de sillas es, desde luego, el que se sienta en ellas, y una silla será una buena silla si a lo largo del tiempo así lo demuestra (es cómoda, duradera, no produce lesiones etc.), pero, sin embargo, y previo al posible consenso y a la carga de transacciones entre usuarios, alguien ha de haber hecho un silla. Y ese alguien, aquí, es el arquitecto. Y, me temo, para ello, antes de la instalación de dispositivos de monitorización en el protocolo productivo, ha de introducir una primera decisión, una decisión, un corte (del latín de-cidere), en gran medida análogo a la ya citada ilegalidad de la instauración de la ley.

Creo por tanto que la arquitectura debe definir un cierto pacto, evidentemente, entre productor y usuarios, también entre usuarios y usuarios (y ello entre las muchas negociaciones que siempre establece necesariamente, con un lugar, un tiempo, un porvenir, un dar lugar etc.), pero también creo que debe excluir estrictamente aquellos mecanismos que unilateralizen, bajo la contraria marca de la liberalización, nuestros comportamientos, aquellos sistemas de monitorización que no sean sino sistemas de control, todos aquellos acuerdos de mínimos que no aspiren a lo máximo. La arquitectura, como una cierta manera de hacer visible lo invisible (o lo invisto como diría Jean-Luc Marión), como una dar lugar, ha de ser fundamentalmente una apertura a lo desconocido (si esto es posible), y ello no puede pasar únicamente ni primordialmente por las técnicas marketing experiencial o la llamada democracia de los objetos.

José Vela Castillo

1 comentario:

Anónimo dijo...

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