sábado, 16 de febrero de 2008

A propósito de la seriedad

(con que uno mismo debe o no tomarse).

Es sorprendente, la verdad, la seriedad con que algunos se toman a sí mismos y lo que hacen, especialmente en el campo de la arquitectura, y especialmente entre esas nutridas filas, compactas y sin embargo heterogéneas de los 'jóvenes arquitectos'. Varias reflexiones pueden hacerse, aquéllas que pasan por el 'hay que buscarse un hueco' haga uno lo que haga, aquellas otras que piensan que uno es 'el elegido', o aquellas otras que solamente buscan, honestamente, compartir las cosas que uno hace. Hay muchos caminos intermedios, desvíos y bifurcaciones, y desde luego aguas pantanosas, en las que sin duda perecerán muchos. De verdad, ser joven no es, ni en arquitectura ni en nada (salvo en algunos caracteres biológicos) un valor, seguro o inseguro... y no sólo por la sospecha que desde Nietzsche las valoraciones nos ofrecen. Ser joven, en arquitectura, parece triste pero hay que decirlo, no es sinónimo de ser buen arquitecto (tampoco ser mayor, claro, pero, aunque suene 'antiguo' -pero, ¿qué coño es que suene antiguo?- la experiencia, aquí, es un grado: te hace, creo, al menos, y poco a poco, más prudente...). Y si bien es cierto que si uno es un genio (dando por sentado que esto pueda ser) será bueno de joven y de mayor, siento decir que si uno no es un genio, con el tiempo, y al irse dando cuenta de ello, la necesaria modestia mejorará en mucho su arquitectura: solo intentará hacer buena arquitectura, arte que necesita paciencia, reflexión, autoconciencia y desde luego, mucha modestia, sí, aunque suene a tantos ridículo. Allá ellos. ¡Qué demonios, pocos hay que sean Rimbaud! (Quién, por otra parte, se sumergió en una espiral autodestructiva tan poderosa tras el tan cercano vuelo inicial alrededor del sol que nunca pudo salir de ella... ¿o sí?).
El problema, me temo, es que la cuestión no es sólo generacional, es decir localizada en un proceso de renovación, oposición y alternativa más o menos cíclico y natural entre generaciones, sino que viene alentada por un poderoso marketing (o mercadeo: La traducción que se usa en Hispanoamérica es mucho más precisa), que no hace sino fomentar una especie de eterna juventud, explosión de 'creatividad' o más bien de irracionalismo y desconocimiento, destinada, eso sí, a una mayoría de consumidores pudientes y envejecidos por mucho que se vistan, como el diablo, de Prada (lo cual no quiere decir que los vaqueros no sean cómodos a los veinte y a los ochenta años: No confundir, por favor).
Y el problema es que algunos se lo creen. Ya digo, un ego por las nubes, una seriedad mortal, un gesto estragado por el esfuerzo de convencer, incluso a uno mismo, de la mentira. Pobres estómagos, ¡cuantas úlceras habréis de ver! No salgo, he de decir, de mi asombro, al comprobar qué aplomo da el desconocimiento (cuanto y de qué buena calidad), la ignorancia, o la simple estupidez vestida de autocontrol, cierto tono mesiánico y egocéntrico. Es muy triste ver cómo se equivocan estos 'jóvenes arquitectos' de espíritu sin embargo arcaico, de ganas de triunfar sin cuento y de desprecio absoluto por aquellos que tiene enfrente... claro, que muchas veces aquellos que tiene enfrente hacen gala de un desconocimiento aún mayor. ¿Por qué esta pérdida de criterio? ¿Por qué nos dejamos, si no engañar, consentir en el engaño?
Sí, creo que una actitud más relajada, como de juego, no estaría de más. Porque el juego, ya se sabe, para que sea divertido, no se puede tomar demasiado en serio. Y porque, sin embargo, el juego (léase en ingles, o en alemán, o en francés) es también la interpretación, lo más serio que hay si se quiere creíble. Pero serio de otra forma. Serio con el convencimiento con que un niño juega con, por ejemplo, unos módulos de Lego, con todo él puesto a la tarea, no serio como la voz engolada de tanto catedrático de sacristía. Qué tristeza, la verdad, perder la juventud en tan ridículos empeños... sí, ser serio como Oíza.
Carlos de Monasterio. Publicado en El liberal.

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